Una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada. ¿Qué podría ser, realmente más racional que la supresión de la individualidad en el proceso de mecanización de actuaciones socialmente necesarias aunque dolorosas; que la concentración de empresas individuales en corporaciones más eficaces y productivas; que la regulación de la libre competencia entre sujetos económicos desigualmente provistos; que la reducción de prerrogativas y soberanías nacionales que impiden la organización internacional de los recursos?.
Que este orden tecnológico implique también una coordinación política e intelectual puede ser una evolución lamentable y, sin embargo, prometedora. Los derechos y libertades que fueron factores vitales en los orígenes y etapas tempranas de la sociedad industrial se debilitan en una etapa más alta de esta sociedad: están perdiendo su racionalidad y contenido tradicionales. La libertad de pensamiento, de palabra y de conciencia eran —tanto como la libre empresa, a la que servían para promover y proteger— esencialmente ideas críticas, destinadas a reemplazar una cultura material e intelectual anticuada por otra más productiva y racional. Una vez institucionalizados, estos derechos y libertades compartieron el destino de la sociedad de la que se habían convertido en parte integrante. La realización anula las premisas. En la medida en que la independencia de la necesidad, sustancia concreta de toda libertad, se convierte en una posibilidad real, las libertades propias de un estado de productividad más baja pierden su contenido previo. 
Una sociedad que parece cada día más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos por medio de la forma en que está organizada, priva a la independencia de pensamiento, a la autonomía y al derecho de oposición política de su función crítica básica. Tal sociedad puede exigir justamente la aceptación de sus principios e instituciones, y reducir la oposición a la mera promoción y debate de políticas alternativas dentro del statu quo. En ese respecto, parece de poca importancia que la creciente satisfacción de las necesidades se efectúe por un sistema autoritario o no-autoritario. Bajo las condiciones de un creciente nivel de vida, la disconformidad con el sistema aparece como socialmente inútil, y aún más cuando implica tangibles desventajas económicas y políticas y pone en peligro el buen funcionamiento del conjunto. Es cierto que, por lo menos en lo que concierne a las necesidades de la vida, no parece haber ninguna razón para que la producción y la distribución de bienes y servicios deban proceder a través de la concurrencia competitiva de las libertades individuales. Desde el primer momento, la libertad de empresa no fue precisamente una bendición. En tanto que libertad para trabajar o para morir de hambre, significaba fatiga, inseguridad y temor para la gran mayoría de la población. Si el individuo no estuviera aún obligado a probarse a sí mismo en el mercado, como sujeto económico libre, la desaparición de esta clase de libertad sería uno de los mayores logros de la civilización. 
El proceso tecnológico de mecanización y normalización podría canalizar la energía individual hacia un reino virgen de libertad más allá de la necesidad. La misma estructura de la existencia humana se alteraría; el individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo. El individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo. El individuo tendría libertad para ejercer la autonomía sobre una vida que sería la suya propia. Si el aparato productivo se pudiera organizar y dirigir hacia la satisfacción de las necesidades vitales, su control bien podría ser centralizado; tal control no impediría la autonomía individual, sino que la haría posible. 

Herbert Marcuse
el hombre unidimensional