Una extraña, una irracional pasión, invade a las clases obreras de los países en los que reina la civilización capitalista; una pasión, que en la sociedad moderna tiene por consecuencia las miserias individuales, e incluso sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste Humanidad. Esta pasión, es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo. Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; seres débiles y detestables, han pretendido rehabilitar lo que su Dios ha maldecido. Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, hago apelación ante su juicio al de su Dios, frente a las prescripciones de su moral religiosa, económica o librepensadora, a las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.
En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, la tierra, la vieja tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo ... Pero, ¿como pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista una resolución viril? ... Paul Lafargue - el dret a la mandra