Es sabido que el huraño Schopenhauer no tenía al ser humano en muy alta estima. Según él, si el ser humano fuera honesto por naturaleza, toda discusión intelectual se limitaría a la búsqueda estricta de la verdad, sin que ninguno de los contendientes se preocupara de si esa verdad se adapta a su opinión previa o a la del otro, y sólo la vanidad, la charlatanería y la indecencia humanas explicarían el hecho de que los debates se perpetúen sin alcanzar ningún acuerdo. Así pues, no es lo mismo buscar la verdad que tratar de imponer la propia verdad. De lo primero se ocupa la lógica y de lo segundo la dialéctica. Nuestro arisco filósofo, que tanto amaba la verdad, no ­renunció sin embargo a contribuir a esta segunda disciplina, a la que dedicó un ­opúsculo que en unas ediciones lleva el título de 'El arte de persuadir' y en otras 'El arte de tener razón'. La verdad, precisamente, es algo accidental para la dialéctica, que Schopenhauer define como el arte de la esgrima espiritual pues, del mismo modo que en un combate de esgrima no importa el motivo del duelo sino la consecución del triunfo, en una pugna dialéctica se busca hacer prevalecer las propias afirmaciones aunque a nosotros mismos nos parezcan dudosas.
El librito, escrito hacia 1830, detalla una serie de recursos y estrategias que nos ayudan a defender nuestra postura de los ataques del otro y a combatir sus afirmaciones sin concederle la mínima ventaja. Lo más llamativo es que, casi dos siglos después, esos consejos siguen plenamente vigentes. Hace unos días estuve en el cine viendo una bonita película francesa titulada Una razón brillante. En ella un profesor de universidad (el gran Daniel Auteuil) prepara a una alumna para un concurso de oratoria, y su primera lección consiste precisamente en dejar bien claro que lo que importa no es la verdad sino tener razón. La película no oculta que las viejas reflexiones de Schopenhauer constituyen una de sus principales fuentes de inspiración. No es casualidad que en un momento dado el profesor ordene a su discípula que le insulte y ella, tomándose una pequeña revancha, aproveche para decirle de todo: narigón, gordo, gilipollas... Hasta eso está en el opúsculo de Schopenhauer, que, en la última de sus treinta y ocho estratagemas dialécticas, aconseja atacar de forma grosera y ultrajante al adversario cuando se advierte que este es superior y no va a ser posible derrotarle: algo así como derribar el tablero de ajedrez cuando ves que el jaque mate es ineludible.

Doy por supuesto que los tertulianos profesionales se han estudiado a fondo el manual del filósofo, porque también a ellos les importa sobre todo imponer su razón y porque también ellos, cuando no hay más remedio, acaban recurriendo al insulto. Hablo, claro está, de las tertulias de las televisiones privadas, porque en las de las televisiones públicas, reducidas a meros órganos de propaganda, todos ­parecen estar siempre de acuerdo y los debates no pasan de ser simples escenificaciones: en las de TV3 no hay manera de librarse de la eterna tabarra independentista y en las de TVE no hacen sino reformular el también eterno “España va bien”. A mí lo que más me sorprende de las tertulias de verdad es el desparpajo con que todos vierten opiniones sobre los asuntos más diversos, por peregrinos que sean. ¿Cómo es posible que tengan respuestas para todo? ¿Y de dónde les viene ese omnisciencia? Con frecuencia ocurre que el mismo razonamiento que escuchamos primero en labios de un político se lo oímos después a un periodista afín y, aunque cabe la posibilidad de que cada uno de ellos haya llegado a esas conclusiones por sus propios medios, lo normal es que recordemos entonces la existencia de los célebres argumentarios, que impiden que admiremos a tertulianos y políticos por su infinita sabiduría. Cuando el rival diga ­esto, tú contesta aquello. Cuando te replique con tal caso de corrupción, sácale tú tal otro. Cuando veas que las cosas se ponen feas, interrúmpele y trata de desviar su atención. Y si finalmente comprendes que el debate está perdido, acuérdate de que siempre puedes recurrir al ataque ad hominem.

Lo importante es, ya lo sabemos, crear opinión. Pensábamos, como en la frase famosa que se atribuye a Clint Eastwood, que “las opiniones son como los culos, todos tenemos uno”, pero no es verdad. El propio Schopenhauer lo dejó bien claro en esas reflexiones de hace casi dos siglos: el ser humano, en vez de formar su propia opinión, tiende a adoptar opiniones ajenas. Según él, al prin­cipio son dos o tres las personas que, creyendo exa­minar a fondo un asunto, emiten la opinión correspondiente. A partir de ahí basta con que vaya creciendo el número de “crédulos e indolentes” que propaguen esa opinión para que se genere algo parecido a un con­senso, y entonces ¿cómo no adherirse a algo que viene respaldado por tan amplias mayorías y que te procura eso que todos necesitamos, que no es otra cosa que tener razón?

Tener razón
Ignacio martínez de Pisón 
lavanguardia.com