Un niño me preguntó una vez:
-¿De qué sirven las estrellas?
Y lo que son las cosas: me dejó perplejo. Con los niños, en el mal sentido de la palabra, no se puede jugar. Tenemos la obligación de irles formando y orientarles, no les podemos hacer pasar con razones. !Pero nos ponen en cada compromiso¡
-Mira -le dije-, hacen bonito. Un cielo estrellado no tiene precio.
Ni él ni yo nos quedamos convencidos, se abrió un silencio un poco penoso, durante el cual él me miraba fijamente y yo tuve que bajar los ojos.
-Sí -insistió el niño-. Pero de qué sirven?
Con una gravedad paternalista, le respondí que en este mundo no todo debe tener una utilidad material, y que hacer bonito ya es mucho.
-¿Qué significa utilidad material? -interrogà el niño.
Estuve a punto de enviarlo al jardín de golpe. Como después me habría arrepentido, me dominé.
-Es todo lo que nos hace falta, las herramientas y los objetos, la ropa y la comida, las paredes y los muebles, tus juguetes, todo lo que necesitamos para vivir... (Aquí se me acabó la cuerda de la lista, e hice un gesto vago con las manos.) -... En fin, ya me entiendes.
-No. Y las estrellas no sirven para vivir?
-Oye, guapo: vete a jugar, que tengo trabajo. Cuando seas mayor, ya lo entenderás.
Es el recurso, conminarlos a crecer sin preocuparnos. Me quedé solo, en un estado de abstracción lleno de incógnitas. Hacía mucho tiempo que las estrellas no me preocupaban y me sentía un poco culpable por haberme olvidado. Realmente, de qué sirven? ¿Las hay que sirvan de algo? ¿Qué nos pasaría si no hubieran? ¿Es de verdad que sólo son para hacer bonito? Casi de puntillas, procurando que el niño no me viera, fui a consultar la enciclopedia, por qué aquellas preguntas me quemaban. Ni más que lo hubiera hecho, no saqué gran cosa: «Estrella f 1 1 ASTRO Estrella. 2 ASTRO Planeta que se suponía que ejercía una influencia en el destino de una persona». sí que... Sólo de pensar como me saldría cuando el niño me preguntara qué era el destino de una persona, me vino un estremecimiento. Las otras acepciones aún lo enredaban más.
Pero ya no se trataba sólo del niño. Yo también estaba picado, y corrí a consultar el artículo «Planeta». Me di cuenta de que mis conocimientos sobre las estrellas eran sumamente precarios, no ya para aclarar las dudas de una criatura, sino que se me podía considerar un ignorante. Durante varios días, cada vez que el niño me veía se quedaba mirándome con un gesto crítico, como si le constara que yo era un jugador que hacía trampas. Me sentía prisionero de mis propias palabras: «Cuando seas mayor, ya lo entenderás». Bien: yo era mayor y no lo entendía. Me entró una desazón terrible para saber de qué servían las estrellas y el miedo (parece mentira!) de irme de este mundo con una ignorancia imperdonable.
Tenía un amigo muy estudioso, entendido en muchas materias, que gozaba de la fama de saberlo todo. Pienso que todo el mundo tiene un conocido de este tipo, que a veces se hacen pesados, pero que nos desvelan admiración. Fui a verle, y al cabo de cuatro palabras, le pregunté de sopetón:
-Oye, tú: de qué sirven las estrellas?
Generalmente, el amigo aquel se eriza cuando alguien quería poner a prueba su sabiduría, para que se luciera de verdad si le daban ocasión de demostrar que era un pozo de ciencia. Pero se quedó un poco parado.
-A ver, a ver ... -dijo-. A qué estrellas te refieres?
-A todas, consideradas en conjunto.
-Y qué tipo de servicios quieres decir?
-Eso es lo que te pregunto. Cualquier servicio que me digas me será útil para salir de un compromiso que tengo.
-Siéntate -me dijo-, que va para largo. -Después añadió-: Pero tú no te dedicas a los seguros?
-Sí.
-Y quien te hace pensar en estas cosas?
No le dije la verdad, y aunque ahora no sé por qué. Nos sucede a menudo que, sin darnos cuenta, preferimos una mentira complicada que la verdad sencilla. Me parece recordar que me referí a un cliente excéntrico y que («por motivos que no son del caso y que alargarían demasiado la conversación») me ayudaría muchísimo a arrancarle un contrato si sabía para qué sirven las estrellas.
Era una explicación a la desesperada, no se aguantaba por ningún lado, pero afortunadamente el amigo no reparó en ello, porque ya se concentraba para obsequiarme con una lección magistral.
-A ver por dónde empezamos -dijo-. Tú conoces la hipótesis de la nebulosa primigenia?
-Que va! Es la primera vez que oigo hablar ...
-Y sabes algo de los sistemas partogenéticos?
-Tampoco, y te pido por favor que simplifiques tanto como puedas, porque mi cliente tiene un cerebro de poco conocimiento y de lo que se trata es de salir del paso.
El amigo se levantó de la silla y dio un par de vueltas por la cámara. Al final, dijo:
-Pues mira: explícale que las estrellas son piezas de la mecánica celeste. Cada una es como el diente de un inmenso engranaje, y sirven para eso, para manejar la gran rueda. Si os viene bién explicarlo así, allá tú y tu cliente. Yo me lavo las manos ... Bien del todo no me iba. Ya me veía venir la pregunta de qué era la gran rueda, abocado a la mala acción de encontrarme nuevamente el niño en el jardín. 
-Si me lo pudieras hacer más fácil, te lo agradecería tanto! Mi cliente es como una criatura. 
-Tratándose de una mentalidad poco trabajada, podrías decirle que la Tierra es una estrella y que ya que él la cabalga, que vive, ya puede saber de qué le sirve. Eh! Si es que lo ha llegado a saber! - «Hombre!», Pensé. «Esto ya es aprovechable. Se le puede sacar partido ». -Gracias -dije, estrechando la mano del amigo con una efusión exagerada. No sabes el favor que me has hecho! 
Al día siguiente la emprendí con el niño, y eso que no solía buscarlo. Más bien era al revés. 
-El otro día tenía prisa -le dije-. Me has de perdonar que no te diera las explicaciones que me pedías sobre las estrellas. Tú querías saber para qué sirven, ¿verdad? Tienes razón, te conviene saberlo. Para que lo entiendas, te tienes que hacer cargo de que la Tierra es una estrella. Y ya ves, si llega a ser, de útil, para cuántas y cuántas cosas nos sirve! 
El niño me miró, abriendo los ojos. Después de una breve reflexión, me espetó tres preguntas a chorro: -¿La Tierra? ¿Una estrella? ¿Una estrella de cuantas puntas? Me ofusqué. Iba a sacarlo a empujones, pero él me detuvo: -Ya me voy, ya me voy ... No hace falta que nos pongamos violentos! Y se fue solo hacia el jardín, sin darme tiempo de añadir ni una palabra más.

para Pol i Arcadi
un cuento de Pere Calders