GLOBALIZACIÓN VIRTUOSA


A pesar de lo que digan algunos críticos, el movimiento Slow no se propone hacer las cosas a paso de tortuga. Tampoco es un intento ludico de hacer que el planeta entero retroceda a alguna utopía preindustrial. Por el contrario, el movimiento está formado por personas como usted y yo, personas que quieren vivir mejor en un mundo moderno sometido a un ritmo rápido. Por ello, la filosofía de la lentitud podría resumirse en una sola palabra: equilibrio. Actuar con rapidez cuando tiene sentido hacerlo y ser lento cuando la lentitud es lo más conveniente. Tratar de vivir en lo que los músicos llaman el tempo justo, la velocidad apropiada. 
Uno de los principales defensores de la desaceleración es Carlo Petrini, el italiano fundador de Slow Food [comida lenta], el movimiento internacional dedicado a la idea tan civilizada de que es preciso cultivar, cocinar y consumir los alimentos de una manera relajada. Aunque la alimentación es su principal frente de batalla, Slow Food es mucho más que una excusa para dedicar largo tiempo a las comidas. El manifiesto del grupo es una llamada a las armas contra el culto a la velocidad en todas sus formas: «Nuestro siglo, que empezó y se ha desarrollado bajo la insignia de la civilización industrial, primero inventó la máquina y luego la tomó como el modelo de su vida. Estamos esclavizados por la velocidad y todos hemos sucumbido al mismo virus insidioso: vivir rápido, una actitud que trastorna nuestros hábitos, invade la intimidad de nuestros hogares y nos obliga a ingerir la llamada comida rápida».
Una tórrida tarde veraniega en Bra, la pequeña población piamontesa donde está la sede de Slow Food, me reuní con Petrini. Su receta para la vida tiene un sabor moderno que resulta tranquilizador.
—Si uno actúa siempre con lentitud, es un estúpido —me dijo—. No es eso lo que nos proponemos. Ser lento significa que uno controla los ritmos de su vida y decide qué celeridad conviene en un determinado contexto. Si hoy quiero ir rápido, voy rápido; si mañana quiero ir lentamente, voy lentamente. Luchamos por el derecho a establecer nuestros propios tempos.
Esta filosofía tan sencilla está ganando terreno en muchos ámbitos. En el lugar de trabajo, millones de personas se empeñan con éxito en conseguir un mejor equilibrio entre el trabajo y la vida. En el dormitorio, la gente descubre el placer del sexo lento, por medio del tantra y otras formas de desaceleración erótica. La idea de que la lentitud es mejor explica la enorme difusión que tienen los regímenes de ejercicio (desde el yoga hasta el Tai Chi) y la medicina alternativa (desde la herbología hasta la homeopatía), sistemas que abordan el organismo desde una perspectiva suave, oolítica. En muchos países se está renovando el paisaje urbano a fin de estimular a la gente a que conduzca menos y camine
más. Muchos niños también están apartándose del carril rápido, a medida que los padres aligeran sus compactos horarios.
Como no podía ser de otro modo, el movimiento Slow se superpone a la cruzada antiglobalización. Los seguidores de ambos movimientos creen que el «turbocapitalismo» ofrece un billete de ida hacia la extenuación, para el planeta y quienes lo habitamos.
Afirman que podemos vivir mejor si consumimos, fabricamos y trabajamos a un ritmo más razonable. Sin embargo, del mismo modo que los antiglobalizadores moderados, los activistas del movimiento Slow no se proponen destruir el sistema capitalista, sino que tratan más bien de darle un rostro humano. El mismo Petrini habla de una «globalización virtuosa». Pero el movimiento Slow va mucho más allá de la mera reforma económica. Al centrar la puntería en el falso dios de la velocidad, alcanza el corazón de lo humano en la era del chip de silicio. El credo de este movimiento puede reportar beneficios cuando se aplica poco a poco, por etapas. Pero el beneficio máximo del movimiento Slow sólo se conseguirá si vamos más allá y reflexionamos sobre nuestra manera de hacerlo todo. Un mundo realmente lento requiere nada menos que una revolución del estilo de vida. - CARL HONORÉ

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