EL APRESURAMIENTO DE TAYLOR


Persuadir a los primeros trabajadores industriales de que vivieran de acuerdo con el reloj no fue tarea fácil. Muchos de ellos trabajaban a su propio ritmo, hacían pausas cuando se les antojaba o no se presentaban en su puesto, lo cual era un desastre para los directivos de la fábrica que les pagaban por horas. A fin de enseñar a los operarios la nueva disciplina del horario que exigía el capitalismo moderno, las clases dirigentes promovieron la puntualidad como un deber cívico y una virtud moral, mientras denigraban la lentitud y la tardanza como pecados capitales. 
En su catálogo de 1891, la compañía Electric Signal Clock advertía contra los males de no mantener el ritmo: «Si hay una sola virtud que debería cultivar más que cualquier otra quien desee triunfar en la vida, es la puntualidad; si hay un error que debe evitarse, es el retraso». 
Uno de los relojes de la empresa, que recibía el apropiado nombre de Autócrata, prometía «revolucionar a los rezagados y los impuntuales». En 1876, cuando apareció en el mercado el primer despertador de cuerda, la puntualidad recibió un formidable refuerzo. Pocos años después, las fábricas empezaron a instalar relojes para que los trabajadores marcaran el inicio y el final de cada turno; así la afirmación de que «el tiempo es oro» se convirtió en un ritual cotidiano. Cada vez era más insistente el apremio para que cada segundo contara, y el reloj portátil se convirtió en un símbolo de posición social. 
En Estados Unidos, los pobres se afiliaban a clubes que sorteaban un reloj todas las semanas. Las escuelas también apoyaban la aspiración a la puntualidad. En el libro de lectura de McGuffey, editado en 1881, se advertía a los niños de los horrores que podía desencadenar la tardanza, como accidentes de trenes, negocios fracasados, derrotas militares, ejecuciones por error y amoríos frustrados: «Siempre sucede así en la vida, los planes mejor trazados, los asuntos más importantes, las fortunas de los individuos, el honor, la felicidad, la misma vida se sacrifican a diario porque alguien ha sido impuntual».
A medida que el reloj se imponía y la tecnología posibilitaba que todo se hiciera con mayor rapidez, el apresuramiento ocupó todos los rincones de la vida. Se esperaba del individuo que pensara, trabajara, hablara, leyera, escribiera, comiera y se moviera con más rapidez. Un observador decimonónico bromeó diciendo que el neoyorquino medio «siempre camina como si tuviera una buena cena por delante y un alguacil por detrás». En 1880, Nietzsche detectó una cultura creciente «de la prisa, del apresuramiento indecente y sudoroso, que quiere tenerlo todo hecho en el acto».
Los intelectuales empezaron a reparar en que la tecnología nos estaba moldeando tanto como nosotros la moldeábamos a ella. En 1910, el historiador Herbert Casson escribió que «con el uso del teléfono, la mente ha adquirido un nuevo hábito. Nos hemos desprendido de
la lentitud y la pereza... La vida se ha vuelto más tensa, despierta, enérgica». A Casson no le habría sorprendido saber que quien se pasa largas horas trabajando con un ordenador puede impacientarse con quienes no se mueven a la velocidad del software.
Frederick Winslow Taylor
A finales del siglo xix, un protoasesor de dirección empresarial, Frederick Winslow Taylor, dio otra vuelta de tuerca a la cultura de la celeridad. En la Acería Bethlehem de Pensilvania, Taylor utilizó un cronómetro y una regla de cálculo para determinar, hasta la última fracción de segundo, el tiempo que debería requerir cada tarea, y entonces las ordenó a fin de obtener la máxima eficiencia. «En el pasado, el hombre ha ocupado el primer lugar —dijo en un tono amenazador—. En el futuro, el “Sistema” debe ocupar el primer lugar.» Pero, aunque sus escritos se leían con interés en todo el mundo, Taylor obtuvo unos resultados mediocres cuando llevó a la práctica su «administración científica». En la Acería Bethlehem enseñó a un obrero a mover lingotes de hierro cuatro veces más rápido que la media en una jornada. Pero muchos otros obreros se marcharon, quejándose de estrés y fatiga. Taylor era un hombre duro con el que resultaba difícil congeniar, y acabaron por despedirle en 1901.
Pero a pesar de que vivió sus últimos años en una relativa oscuridad y los sindicalistas lo odiaban, su credo (primero el programa, luego el hombre) dejó una marca indeleble en la ideología occidental. Y no únicamente en el lugar de trabajo. Michael Schwarz, quien produjo en 1999 un documental sobre el taylorismo, dijo: «Es posible que Taylor muriese lleno de oprobio, pero probablemente se rió el último porque sus ideas acerca de la eficiencia han llegado a definir nuestra manera actual de vivir, no sólo en el trabajo sino también en nuestra vida personal - ELOGIO DE LA LENTITUD - Carl Honoré». 

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