Toda Europa está en plena involución. Lo que se ha vivido estos últimos días en Francia con las manifestaciones de los chalecos amarillos es una prueba bien evidente. Ha sido –y parece que continuará– un estallido de violencia que ha sorprendido a los mismos convocantes. Ciertas escenas han superado las imágenes del Mayo del 68, para poner de manifiesto una insatisfacción que encuentra en la violencia desatada la expresión de un malestar inequívocamente revolucionario.
Y Francia, históricamente, ha liderado siempre todas las intentonas revolucionarias en Europa. En este caso, Marine Le Pen y Mélenchon bendicen a la vez y con entusiasmo la respuesta social, cargando a Macron la responsabilidad de los alborotos y los destrozos. Un populismo creciente saca provecho de la coyuntura y coincide por encima de barreras ideológicas en el objetivo de derrocar el sistema. Son pocos los que saben lo que está en el origen de la respuesta actual; lo que importa es la voluntad de poner en cuestión el sistema en su conjunto, ocupando calles, destrozando mobiliario urbano, enfrentándose con la policía, etcétera.
Francia lidera, pero los demás países europeos viven fenómenos populistas que trastornan las bases del sistema emergido de la Segunda Guerra Mundial. Sin ninguna vergüenza, nuevos movimientos se reclaman continuadores de ideologías que llevaron a la guerra y a la muerte a miles y miles de personas. En Italia una ola de nostalgia ultraderechista y antieuropea sacude la estabilidad institucional. Países nórdicos se plantean medidas que dan escalofríos a la sensibilidad democrática. En Inglaterra, el Brexit hace tambalear los ­cimientos de la democracia histórica. ­Polonia, Hungría y otros países de la an­tigua Europa del Este recuperan lenguajes y medidas que los habían llevado a la di­visión interna y a la confrontación suicida.
Europa vive un proceso de involución antidemocrática contra la que debería oponerse la fuerza de la unidad de los partidarios de hacer descansar en la libertad, el pluralismo y la tolerancia las bases de la convivencia. Por el momento, parece que interese más denunciar lo que el populismo puede representar que el serio esfuerzo de hacerle frente. Denunciar y, a veces, con las mismas armas que los populistas emplean. Es más fácil exhibir sentimientos que construir pautas unitarias de comportamiento democrático.
La involución no es discutible; está aquí. Se ve, se constata, no se esconde. Lo que no se ve, ni se constata es la respuesta. Porque esta –la respuesta– no debe ser la de ir a bofetadas por la calle; ni dedicarse a insultar a los votantes tentados por el populismo involucionista. Por esta vía sólo fracasaremos. Siempre ganan los que aquí, en la calle, en el escenario de la violencia, en el simplismo demagógico es donde quieren moverse. Aunque no guste es en las instituciones donde ha de ganarse la partida.
No parece que sea por esta vía por donde se quiera ir. El “todos contra todos” parece ser más atractivo que el “entre todos y para todos”. Seguro que sumar querrá decir renunciar, pero dividiendo no hay futuro. Todo se reduce lamentablemente a mirar hacia horizontes pasados. Y el pasado no engaña: lo sabemos. Es, en todo caso, en el futuro donde se puede buscar la esperanza. Y, para hacerlo, hay muchas herramientas, mucha voluntad; y ¡también mucha necesidad! No hay suficiente con denunciar el populismo que vuelve, hay que hacerle frente desde el compromiso integrador que aúna las voces múltiples de la democracia pluralista. Los involucionistas no quieren respetar; su fuerza es la intolerancia. ¡No debatamos en su campo! - Miquel Roca i Junyent