EL VERANEO DE UN FIGURANTE PROFESIONAL JUBILADO


Fue al principio de su noviazgo con Dolors cuando Miquel Bolufer i Tataret se vio obligado a llevar en la muñeca izquierda una pulsera amarilla hecha de algún innoble metal. Era a fin de que ella le reconociera. Y es que desde muy joven el aspecto de Miquel ha sido tan anodino que ni su madre era capaz de decir “este es mi hijo”, pues cada vez que se presentaba ante ella, la pobre pensaba que se trataba de un extraño. Y así con Dolors y todo el mundo.
Ahora bien, quiso el destino que lo que podía haber sido una desgracia devino en un atributo que le proporcionaría a Miquel una tan larga como exitosa carrera como figurante. Primero, aunque mal pagado y a salto de mata, en el cine, la televisión y la publicidad, para luego pasarse a bien remunerado figurante profesional de la política.
Corría el año 1986 y Miquel trabaja como extra -así lo decían sus colegas- en varias películas que se estaban rodando sin apenas presupuesto en los estudios de Esplugues, cuando un cazatalentos que alucinaba al constatar su capacidad de pasar inadvertido le propuso un trabajo que le iba a significar un vuelco en su vida. Lo primero que tenía que hacer era sacarse el pasaporte, ya que iba a viajar a Múnich con el séquito del president.
Tendría ocasión en adelante de acompañar al president en sus idas y venidas por medio mundo, incluyendo la ansiada estancia anual en Davos, donde, gracias a su pulsera amarilla, hizo amistades, pero siempre confiesa que el viaje más grato de todos fue ese primer periplo por tierras bávaras. ¡Esas jarras de cerveza! ¡Los escotes de las rubias camareras! Al president le caí la baba viendo cómo los bávaros lucían con toda naturalidad y en todas partes sus trajes tradicionales: el dirndl de las mujeres, el lederhosen de los fornidos hombres.
Puesto que tan sólo tenía que sacarse la pulsera para que no le reconociese ni Dios, empezaron a enviarle en autocar a los mítines y kermeses patrióticos por todo el territorio, aunque sólo fuera para hacer bulto y devorar horripilantes bocadillos resecos. Ha salido en miles de telediarios sin que nadie se diera cuenta de que siempre se trataba del mismo hombre. Hacía mucho que perdió la cuenta de las cenas de gala y presentaciones a las que ha asistido en calidad de figurante, a veces compartiendo mesa con gente muy importante.
La segunda residencia en Calafell, en primer línea de mar, se la compró Miquel en el 2012, y es aquí donde ahora disfruta con sus familia de un merecido y placentero veraneo, pues es el primero que pasa en calidad de jubilado. Tumbado al lado de la piscina en una hamaca a la sombra de un castaño, repasa Miquel con deleite la extraordinaria vida que le ha proporcionado no ser más que uno del montón, un perfecto don nadie que nadie es capaz de reconocer dos veces, un gandul sin oficio ni beneficio que sin embargo ha triunfado y ha servido a su país. Sonríe extasiado al recordar que en una ocasión le dijo el president que merecía la Creu de Sant Jordi. Por descontado, sabía de sobra el president que no se puede reconocer la labor de una persona irreconocible, pero no por ello dejaba de ser uno de los incontables héroes anónimos de la patria.
También repasa, entre sorbo y sorbo de ratafía on the rocks, los pros y contras de su competitiva profesión, o mejor dicho, ex profesión. Reconoce que figurantes hay muchos, pero que son bien pocos los que pueden presumir de su talento y entrega, que es precisamente lo que ha heredado de él su hijo Miquel, que vive y trabaja como un condenado en Waterloo y en los saraos que se montan en Alemania o Escocia pero que espera poder pasar a principios de agosto una semanita con sus padres en Calafell.

La vida de Miquel ha sido como una película, sí. Ojalá también lo sea la de su hijo y la de los hijos de sus hijos. Amén.

- El veraneo de un figurante profesional jubilado -- Este artículo pertenece a la serie de ficción Especies Urbanas, cuyo autor es John William Wilkinson y que se publica los domingos en la página web de La Vanguardia.

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