Cada uno de nosotros, ha nacido con una dosis de pureza, destinada a ser
corrompida por el comercio con los hombres, por ese pecado contra la soledad. Pues cada uno de nosotros, hace lo imposible por no verse entregado a él mismo. Lo
semejante no es fatalidad, sino tentación de decadencia. Incapaces de guardar
nuestras manos limpias y nuestros corazones intactos, nos manchamos con el contacto
de sudores extraños, nos revolcamos sedientos de asco y fervientes de pestilencia, en
el fango unánime. Y cuando soñamos mares convertidos en agua bendita es demasiado
tarde para zambullirnos en ellos, y nuestra corrupción demasiado profunda nos impide
ahogarnos allí: el mundo ha infectado nuestra soledad; las huellas de los otros sobre
nosotros se hacen imborrables.
En la escala de las criaturas sólo el hombre puede inspirar un asco perdurable. La
repugnancia que provoca un animal es pasajera; no madura en el pensamiento,
mientras que nuestros semejantes alarman nuestras reflexiones, se infiltran en el
mecanismo de nuestro desapego del mundo para confirmarnos en nuestro sistema de
rechazo y aislamiento. Después de cada conversación, cuyo refinamiento indica por sí
solo el nivel de una civilización, ¿por qué es imposible no echar de menos el Sahara y
no envidiar a las plantas o los monólogos infinitos de la zoología?
Si por cada palabra logramos una victoria sobre la nada, no es sino para mejor sufrir
su imperio.
Morimos en proporción a las palabras que arrojamos en torno a nosotros...
Los que hablan no tienen secretos. Y todos hablamos. Nos traicionamos, exhibimos
nuestro corazón; verdugo de lo indecible, cada uno se encarniza en destruir todos los
misterios, comenzando por los suyos. Y si encontramos a los otros, es para
envilecernos juntos en una carrera hacia el vacío, sea en el intercambio de ideas, en
las confesiones o las intrigas. La curiosidad ha provocado no sólo la primera caída, sino
las innumerables caídas de todos los días.
La vida no es sino esta impaciencia de
decaer, de prostituir las soledades virginales del alma por el diálogo, negación
inmemorial y cotidiana del Paraíso. El hombre sólo debería escucharse a sí mismo en el
éxtasis sin fin del Verbo intransmisible, forjarse palabras para sus propios silencios y
acordes audibles a sus solos remordimientos. Pero es el charlatán del universo; habla
en nombre de los otros; su yo ama el plural. Y el que habla en nombre de los otros es
siempre un impostor. Políticos, reformadores y todos los que se reclaman de un
pretexto colectivo son tramposos: Sólo la mentira del artista no es total, pues sólo se
inventa a sí mismo... Fuera del abandono a lo incomunicable, de la suspensión en
medio de nuestros arrebatos inconsolados y mudos, la vida no es sino un estrépito
sobre una extensión sin coordenadas, y el universo, una geometría aquejada de
epilepsia.
(El plural implícito del «se» y el plural confesado del «nosotros» constituyen el refugio
confortable de la existencia falsa. Sólo el poeta toma la responsabilidad del «yo», sólo
él habla en su propio nombre, él sólo tiene el derecho a hacerlo. La poesía se deprava
cuando se hace permeable a la profecía o a la doctrina: la «misión» ahoga el canto, la
idea entorpece el vuelo. El lado «generoso» de Shelley vuelve caduca la mayor parte
de su obra: Shakespeare, felizmente, nunca ha «servido» para nada.
El triunfo de la no autenticidad se cumple en la actividad filosófica, esa complacencia
en el «se», y en la actividad profética (religiosa, moral o política), esa apoteosis del
«nosotros». La definición es la mentira del espíritu abstracto; la fórmula inspirada, la
mentira del espíritu militante: una definición se encuentra siempre al origen de un
templo; una fórmula reúne allí ineluctablemente los fieles. Así comienzan todas las
enseñanzas.
¿Cómo no volverse entonces hacia la poesía? Ella tiene -como la vida- la excusa de no
probar nada.
e.m.cioran - Breviario de podredumbre
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