El hombre llegó a la Luna en 1969, dejó su huella y plantó una bandera. Esta nos contempla inmóvil a 400.000 kilómetros de distancia. Pero lo más sorprendente de la llegada a la Luna es la Tierra. A la Luna siempre se la había visto. A la Tierra, no. El mundo no existía antes de 1969. Nadie lo había visto. Por eso la foto de la Tierra es de lo más importante que nos ha ocurrido.
El hombre descubrió el mar, el Nuevo Mundo y las órbitas de los planetas. Ahora estamos en condiciones de descubrir la ­Tierra. Sabemos que es esférica y bonita. Es de colores: azul, blanca, ocre, marrón, verde. Una maravilla de luz sobre fondo de terciopelo oscuro. La imagen de la Tierra es uno de los siete iconos representativos del siglo XX. Las otras serían: Lenin, gorra en mano, arengando al pueblo; la puerta de entrada a Auschwitz; el cartel de Lo que el viento se llevó; Fleming en su laboratorio; el hongo nuclear; John Lennon y Yoko Ono con minifalda.
Pero la foto de la Tierra desde la Luna no distingue a la humanidad. Un selenita sólo vería con su telescopio la fina línea de la muralla china y las pequeñas manchas pardas de las ciudades. No vería a blancos, negros ni amarillos; no vería el bien ni el mal. Pero sobre todo no vería países ni fronteras. “¿Qué es una frontera?”, se preguntaría. “¿Por qué los terrícolas se separan con vallas, siendo su planeta uno y tan pequeño en la inmensidad de su alrededor?”. Aunque no hace falta que tal observador exista. Descubramos nosotros la Tierra, ahora que la vemos desde fuera. - Norbert Bilbeny - lavanguardia.com