Ante el actual panorama político, una pregunta nos asalta: ¿somos mejores que nuestros gobernantes? El filósofo Javier Gomá, autor de Dignida d (Galaxia Gutenberg) respondía en este diario que no somos mejores ni peores, aunque advertía que la política tiene sus propias reglas: “Es como esperar de un partido de Wimbledon que los jugadores se comporten como en uno de exhibición: en la red le tiras la bola al cuerpo del rival para ganar el punto y luego pides perdón. No ignoremos que la ley de la política es esa”. Si eso es así, habrá que modificar sus reglas de oro. Seguramente con unas normas que penalicen tirar la pelota contra el adversario, sobre todo cuando es posible superarlo con un lob (globo). O dignificamos la política o las sociedades serán peores. Menos ejemplares, virtuosas y justas. Y puede que menos libres e iguales.
Tengo en mi mesa de trabajo un libro con los grandes discursos de la historia moderna. Alocuciones que si no han cambiado el mundo, al menos han condicionado su futuro. Comparados con la simplicidad de los tuits actuales o con las frases de los argumentarios para las radios nos damos cuenta de cómo la política se ha degradado, diluido y empequeñecido. Es urgente devolver la dignidad a la política y a la vida pública. Y hacer de la ejemplaridad personal el mejor argumento para pedir el voto. No puede ser que la virtud no cotice en las urnas. La Vanguardia elaboró ayer un “diccionario bárbaro de la política dura”, donde se repasaban las palabras que hemos escuchado los últimos meses (banda, carcelero, cobarde, chusma, farsante, felón, golpista...), que debería avergonzar a la gente y deslegitimar a sus autores intelectuales. Intentan sacar lo peor de nosotros, azuzando nuestras entrañas. El ciudadano tiene que exigir razonamientos y no descalificaciones. Gomá ha dicho que la dignidad es un monumento mayor que la Acrópolis. Podría añadirse que en nuestro país está en ruinas como el Partenón.
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