Mis amigos intelectuales se quejan a menudo de la mediocridad de la política española, del hecho de que las alternativas reales sean limitadas, de que los cambios sobrevenidos después del franquismo sean, en definitiva, mucho menos profundos y espectaculares de lo que habría podido esperarse. El Parlamento es una novedad, pero todos saben que los verdaderos debates se realizan fuera de la tribuna parlamentaria y que los únicos aspirantes a oradores, hoy día, son los dirigentes de las minorías que han quedado fuera del "consenso", esa palabra mágica que parece resumir la situación general incluso en aquellos aspectos de medianía grisácea que tanto irritan a muchos de mis amigos. La oratoria de las grandes figuras del pasado, la de las replicas y las interrupciones célebres, recogidas por el anecdotario histórico, no ha vuelto a repetirse en España. Y han resurgido, por otra parte, los gestos, los emblemas, las canciones y los símbolos de una época revolucionaria, las manos empuñadas y las banderas rojas, pero nadie parece seriamente interesado, al menos por el momento, en que toda esa parafernalia alcance algo mas que una significación simbólica.
Ahora bien, sabemos que esto del consenso no sólo es una premisa fundamental de la España del postfranquismo. Todas las democracias europeas funcionan gracias a un consenso mínimo, alcanzado hace tiempo y que proporciona un marco dentro del cual transcurre la vida política. Incluso en Francia, en las elecciones parlamentarias recientes, la izquierda procuraba demostrar que su triunfo no implicaría un trastorno completo del sistema, en tanto que la derecha señalaba que la aplicación del programa común provocaría inevitablemente, a través de la lógica implacable de los hechos económicos, una situación revolucionaria. Berlinguer, con su tesis del "compromiso histórico", ha reconocido desde hace ya cinco años que en Italia es imposible gobernar sin un consenso mínimo. Para el jefe comunista italiano, ni siquiera una futura mayoría matemática seria suficiente para que los comunistas entraran al poder en Italia sin acuerdo de los democratacristianos.
En países como Inglaterra o Suecia, el consenso tácito y mínimo que permite el buen funcionamiento del sistema, con sus alternativas conservadoras y socialdemócratas, es todavía más evidente. En Inglaterra, la excesiva uniformidad social alcanzada por la vía de la socialdemocracia empieza a producir cansancio tributario y cierta nostalgia de los regímenes "tories". En Suecia, por el contrario, la inexperiencia de la actual coalición gobernante, coalición demasiado heterogénea y frágil, anuncia un probable regreso de los socialistas, que habían permanecido en el poder demasiado tiempo y que en estos años de oposición han tenido la oportunidad de renovarse y de hacer su autocrítica.
Mis amigos intelectuales suelen ser contradictorios. Aspiran a que España se integre en Europa y a la vez se sienten decepcionados por el carácter gris, por la frialdad, por el exceso de racionalidad y la ausencia de brillos románticos que supone una política de estilo europeo. A pesar de lo que ellos dicen, creo que la aparente mediocridad de la actual política española no es un mal síntoma. En mi país, en Chile, durante la experiencia de la Unidad Popular, experiencia mirada con tan universales simpatías por los intelectuales de todas las latitudes, lo que faltaba precisamente era el consenso mínimo que hubiera podido evitar la crisis del sistema. Se quiso realizar una experiencia revolucionaria desde una minoría de votos y sin haber buscado un acuerdo con una de las fuerzas políticas decisivas del país, la democracia cristiana. En esta forma, el Gobierno de Allende, que en sus orígenes había presentado un programa socialdemócrata, un proyecto de economía mixta no demasiado diferente al que acaba de esbozarse en los artículos económicos de la nueva Constitución española, terminó arrastrado por fuerzas centrifugas, de manera que los gestos y los símbolos, junto con invadir las calles y la prensa, empezaron a transformarse rápidamente en realidades conflictivas: tierras y fabricas ocupadas, minas extranjeras nacionalizadas sin pago de compensaciones, etcétera.
Ahora recuerdo a los intelectuales que desfilaban por mi oficina de la Embajada chilena en Paris, vibrantes, jubilosos, dispuestos a prestar su apoyo activo a una política que por fin había dejado de ser mediocre, a una política que se había olvidado de los fríos cálculos del racionalismo europeo, y pienso que esa ingenuidad, ese romanticismo, nos ayudaron bastante poco. Vino el contragolpe, el reflujo de la ola revolucionaria, y esos amigos cambiaron el entusiasmo por la indignación. Está muy bien. Su indignación consiguió reprimir muchos abusos, muchos atropellos. Pero a veces me pregunto si esos amigos, además de pasar del entusiasmo a la indignación, han comprendido algo. Cuando veo que se lamentan de la mediocridad del consenso, de las servidumbres inevitables de la joven democracia española, me asaltan algunas dudas.
“La mediocridad en la política”, de Jorge Edwards en El whisky de los poetas, 1997 - Imagínense que podría escribir Edwards sobre la mediocridad en la política en la actualidad.
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