A pesar de la incertidumbre presente, los conocimientos de que disponemos nos dan cierta seguridad. Creemos tener cierto control sobre el futuro. Aunque a menudo aparecen factores inesperados que trastocan la realidad y cambian el curso de la historia. Podríamos estar viviendo uno de estos cambios insospechados. El coronavirus es el típico invitado imprevisto.

Por eso está de moda la metáfora del cisne negro, que habla de los límites de nuestras previsiones. Fue imaginado por Juvenal: “Un ave rara en la tierra, que se parece a un cisne negro” (Sátiras VI, 165). En el siglo XVI, este verso era usado para burlarse de los exagerados y extravagantes. Pero un siglo después, un explorador holandés descubrió, precisamente, cisnes negros en Australia. Y la metáfora cambió de sentido. El pensamiento deductivo daba por sentado que si siempre se habían observado cisnes de color blanco, todos los cisnes tenían que ser de tal color. El descubrimiento del cisne australiano alteraba la lógica: lo imposible podría hacerse realidad.

En el confort de la granja, el gallo desconoce que van a desplumarlo - Nassim Nicholas Taleb colocó un pavo junto al cisne. A menudo, explica, las grandes novedades que transforman la historia responden a posibilidades tan minúsculas que no son tomadas en consideración hasta que aparecen realmente ( El cisne negro , ed. Paidós). De la caída del muro de Berlín al impacto de las redes sociales, pasando por la destrucción de las Torres Gemelas o por el gran batacazo del 2008: todo lo que es verdaderamente nuevo o disruptivo tiende a desbordar los conocimientos históricos, científicos, financieros o tecnológicos. El cisne negro también desafía la credibilidad humana. Cuando empieza a insinuarse, suscita un rechazo psicológico, un fortísimo mecanismo de negación.

Imaginemos –propone Taleb– que somos un afortunado pavo. Cada día, el granjero nos suministra grano en abundancia, correteamos en el cercado, tenemos el techo asegurado y estamos protegidos del mal tiempo y los depredadores. Nuestra vida es apacible y confortable. Desconocemos que un día el payés nos venderá al carnicero, quien nos cortará el cuello y nos desplumará. Desconocemos que alguien va a zamparse nuestros muslos y pechugas el día de Acción de Gracias.

El pavo no puede, o no quiere, imaginar que algunos indicios hablan de la llegada del día de Acción de Gracias. El pavo imagina su futuro de acuerdo con el pasado. Mientras que el granjero no hace otra cosa que aguardar el futuro. Lo que para el pavo era incertidumbre, para el granjero era certeza.
El profesor Oliver Alonso explicaba el viernes pasado en este diario que el cisne negro del coronavirus puede convertirse en la gota que derrame el vaso de la colosal deuda de Occidente. Los signos de recesión son muy intensos en estos días víricos. No darían tanto miedo si quedara algo en la despensa para hacer frente a otra crisis. Sin embargo, la despensa... ¡está llena de deuda! Como decía el profesor Oliver: “Hace tiempo que deberíamos haber abandonado nuestra dependencia de la droga dura de la banca central y/o de los déficits públicos”.
La dieta de la crisis del 2008 se centró en el precio del trabajo, que fue rebajado aproximadamente un 20%. Esta fue la única austeridad que se ha practicado en este país: la devaluación interna se consiguió rebajando precio del trabajo. La segunda práctica dietética fue la precarización laboral; de los jóvenes, especialmente. Un fenómeno que se ha enmascarado gracias a la solidaridad interna de las familias y a la emigración de talento (operación socialmente cruel y económicamente estúpida, pues pagamos la formación de un talento del que se benefician otros países). A pesar de estos sacrificios sociales, la deuda pública no ha bajado sensiblemente, porque los costes suntuarios de los gobiernos y de unas administraciones elefantiásicas no se han reducido. Lo mismo podría decirse de muchas empresas: han reducido el coste del trabajo, pero, lejos de la sobriedad estructural, siguen endeudadas y poco preparadas para los cambios disruptivos que se acercan.

Mientras tanto, ¿de qué hemos discutido hasta la saciedad? De conflictos políticos que, como el catalán, tenían fácil solución inicial y ahora ya son un laberinto kafkiano. De nuevas identidades sexuales y de género que, en su obsesión por diferenciarse, acabarán haciendo imposible la unidad básica de los humanos. De la inmigración, no como fenómeno que había que encaminar positivamente, dado que es irreversible, sino como mero conflicto identitario. De la ecología, para convertirla en la nueva hipocresía retórica. Y etcétera. Hemos discutido obsesivamente, con una clara tendencia a los fanatismos ideológicos, alérgicos al acuerdo y al consenso.

Si, como parece, el cisne negro del coronavirus arrastra nuestra economía por el lodazal de la deuda, no nos quedará ni el consuelo de la orquesta del Titanic. Aquellos músicos afrontaron la muerte con belleza y dignidad. En cambio, nosotros, los pavos, en plena agonía, pelearemos a golpes de bandera y consignas fanáticas, picoteándonos los ojos, desollándonos hasta el final. - Antoni Puigverd - lavanguardia.com