A raíz de la decapitación del profesor francés que enseñaba en clase imágenes de Mahoma, leo en las redes la experiencia de una profesora de 2º de ESO de un instituto catalán. Explica una situación parecida que vivió hace siete años: "En la clase de Sociales, introduzco el tema de Mahoma y el Islam". Muestra la ilustración prohibida y "tres o cuatro alumnos se levantan y gritan de manera irracional". Uno de ellos la amenaza: "Cuando sea mayor, me haré de la yihad y te mataré". 
No es ninguna broma. Es el fruto de una actitud irreductible y sectaria que puede permanecer como una airada fanfarronada juvenil o puede convertirse, como ha ocurrido con Samuel Paty, en una violencia desatada y cruel, azuzada por el entorno. Comenté ayer que lo que más me preocupaba del asesinato de Paty era como sus propios alumnos le habían delatado a cambio de dinero, más o menos engañados por el asesino checheno.
La profesora no dejó de enseñar imágenes del profeta, "porque esto es una clase de Historia y la religión cada uno se la deja en casa". Aun lo hace, porque está convencida de que la oscuridad no puede habitar en un espacio de convivencia y de ilustración. Algo no va bien cuando un gesto como el suyo y como el de tantos otros, persistente y tenaz, se acerca más a la heroicidad cotidiana que al discreto intento de transmitir conocimiento.