David Foster Wallace, nacido en 1962 en Ithaca (Nueva York), es uno de los narradores más influyentes del panorama literario de las últimas décadas, y su magnum opus, La broma infinita, una novela que supera el millar de páginas e incorpora más de 400 notas que constituyen otras tantas ramificaciones tentaculares de la narración central, marcó un hito en la historia de la literatura. Convertido en un mito que trasciende la esfera de lo literario, su influencia sobre narradores de todas latitudes no hace sino aumentar con el transcurso del tiempo.
Las circunstancias de su muerte son bastante conocidas. Esa tarde, su mujer tenía una inauguración de sus obras pictóricas en una galería ubicada en las cercanías de Claremont, California, donde vivía la pareja. De manera algo inesperada, en el momento de salir, David Foster Wallace anunció que prefería quedarse en casa. Cuando su mujer volvió lo encontró colgado en el garaje de su vivienda. Su reputación había ido creciendo de manera gradual, convirtiéndolo en un icono de lo que debería ser la literatura del futuro. La broma infinita no es más que parte de un legado enormemente rico y complejo, que incluye obras fundamentales también en el ámbito de la no ficción.
En las marquesinas de las salas de arte y ensayo, en los posters y anuncios se obligó a poner: “LA BROMA: Se recomienda muy seriamente que NO suelte nada de dinero para ver esta película”, que por supuesto los habitués del arte y ensayo pensaron que era una broma antipublicitaria inteligentemente irónica, así que soltaban su dinero a cambio de pequeños papelitos y entraban con sus chalecos de lana y tweeds y vestidos sin mangas y se hinchaban de café expreso en el bar del teatro y encontraban asientos y se sentaban y hacían esos ajustes precine de posturas y piernas y miraban en derredor con una especie de intensidad distraída y veían las cámaras Bolex H32 de triple objetivo –una sostenida por un tipo viejo y encorvado, la otra, complejamente montada sobre la inmensa cabezota de un chico extrañamente inclinado hacia delante con lo que parecía un pincho metálico que le salía del tórax– las grandes cámaras al lado del letrero de SALIDA con luces rojas a ambos lados de la pantalla, pensaban los espectadores, estarían allí para un anuncio publicitario o antipublicitario o para un documental metafílmico entre bambalinas o algo así. Y así hasta que se apagaban las luces y empezaba la película y lo que se veía en la amplia pantalla pública era una proyección de amplio ángulo y binoculada del mismísimo público de arte y ensayo entrando con los cafés expresos en las manos, eligiendo asientos y sentándose y mirando en derredor y poniéndose cómodos y haciendo breves comentarios precine a sus acompañantes de gruesas gafas sobre el No Pague Para Ver Esto y lo que probablemente significaban las Bolex desde un punto de vista artístico y poniéndose cómodos a medida que se apagaban las luces y ahora miraban la pantalla (es decir, a sí mismos, resultaba ser) con las sonrisas fríamente excitadas de la expectación que precede a un espectáculo de alto vuelo, sonrisas que ahora la cámara y la pantalla revelaban a medida que se borraban fila tras fila de las caras de los espectadores que ahora miraban menos expectantes y más inexpresivos y luego confusos y finalmente se convertían en expresiones faciales plenas de furia e indignación. La duración total de La broma era exactamente hasta que se fuera de la sala el último espectador de piernas cruzadas harto de contemplar su propia imagen inmensa y proyectada, de sí mismo como espectador de arte y ensayo presa de un especial sentimiento de mala leche, de estafa e indignación, todo lo cual duraba unos veinte minutos como máximo, salvo si había críticos o académicos de cine...