A la entrada de los muelles de Beirut, devastados hace un par de años por una misteriosa explosión, se erige una simple estatua, intacta, de un emigrante libanés con su hatillo al hombro, dando la espalda a la capital. Marchando, decidido, hacía el mar. No es un símbolo, es una corroboración. Representa a aquellos miles de emigrados –entonces llamados turcos porque Líbano aún dependía del imperio otomano– a las Américas, a Francia, a África, que huían de las guerras intestinas, de los bombardeos de las flotas británica y francesa, de la hambruna. Una emigración que nunca se interrumpió.
Las posteriores guerras, la escalofriante ruina del país, con el hundimiento escandaloso del una vez floreciente sector bancario –que yo siempre pensé que era una de las principales razones de la independencia de este pequeño país levantino– han convertido sus 10.454 kilómetros cuadrados en un territorio que se ha ido vaciando de libaneses y poblado de refugiados palestinos y sirios. De manera habitual, las poblaciones del mundo desconfían del Estado, lo consideran su enemigo natural. En los taxis de Beirut he oído muchas veces exclamaciones como esta: “Si tuviéramos un daule –palabra que en árabe quiere decir Estado– todo iría mejor”. Curioso pueblo que, por una parte es un estallido poderoso de iniciativa privada en las finanzas internacionales, en la alta costura, en el cine, en el mundo del espectáculo, y por otra, no consigue establecer una fórmula estatal, unas reglas jurídicas sobre el estatuto personal que acaben con el carcomido pero aún vigente Estado confesional. En las vigilias de la jornada electoral, el jeque Fadallah, de los chiíes, el muftí de la república, el patriarca de los maronitas, con sus arengas políticas, rompieron el silencio del fin de la campaña. Hace tiempo que los libaneses distinguen entre el país real y el país legal. La fuerza de la sangre, de las costumbres patriarcales, de los jefes o zaim de barrios o de tribus, la adhesión a las dieciocho comunidades reconocidas por la Constitución, ahogan las aspiraciones de formar un Estado moderno que no sea solo un hacinamiento de territorios en su estrecha geografía, que en ciertos mapas se dibujan con diversos colores para configurar sus diversos espacios vitales. Al final de la guerra civil o “la guerra de los otros”, en expresión de Ghassan Tueni, se decidió desconfesionalizar gradualmente la república.
Evitemos las fáciles especulaciones sobre el futuro gobierno libanés. Harán falta días, si no semanas, para saber si realmente Hizbulah, por ejemplo, ha perdido fuerza parlamentaria. El reciente resultado de estas elecciones no influirá en la vida real de la gente. Los ilusionados grupos de la revolución de la plaza de los Mártires, ya olvidados, no han sabido unirse en unas candidaturas comunes. El dólar, que hace unos años costaba 1.500 libras libanesas, ha subido a 27.000.
Miles de libaneses seguirán el camino que emprendió el emigrante con su hatillo al hombro, forzados a alejarse de su querido terruño. Gracias a las numerosas colonias libanesas esparcidas por el extranjero, sus familias pueden sobrevivir con sus remesas de dinero. Los euros, y no digamos los dólares, son muy bendecidos en Beirut, donde las divisas extranjeras no están al alcance de sus manos. Muchos libaneses triunfaron literariamente en el extranjero, como el poeta Yibrán Jalil Yibrán, autor de El Profeta, publicado en Estados Unidos. Y el emigrante es el personaje de una obra teatral del poeta surrealista George Sheade, gran artista de la palabra del siglo XX. - Tomás Alcoverro - lavanguardia.com
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