Modesto, lo que se entiende por modesto no lo era James Joyce cuando escribía: He puesto (en Ulysses) tantos enigmas y rompecabezas, que tendré atareados a los profesores durante siglos discutiendo sobre lo que quise decir, y ésta es la única forma de asegurarse la inmortalidad. Me atrevería a afirmar que Roberto Bolaño pensó lo mismo al terminar de escribir 2.666. Y en cierto modo ambos han alcanzado la inmortalidad, aunque seguramente Fuster no estaría de acuerdo: Morir es ser olvidado, a la corta o la larga, pero olvidado.

Dicen que una novela te puede interesar, si te interesan las primeras líneas de la misma. El Ulysses de Joyce no empieza mal. Uno vislumbra que está ante literatura en estado puro, de alta literatura. Si la quereis leer por la face, o sea gratis, lo podéis hacer aquí.

1.- MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:

Introibo ad altare Dei.

Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente: -¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!

Solemnemente dio unos pasos al frente y se montó sobre la explanada redonda. Dio media vuelta y bendijo gravemente tres veces la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormilado, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido.

Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente.

-¡Al cuartel! dijo severamente.

Añadió con tono de predicador:

-Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos blancos. Silencio, todos.

Escudriñó de soslayo las alturas y dio un largo, lento silbido de atención, luego quedó absorto unos momentos, los blancos dientes parejos resplandeciendo con centelleos de oro. Cnsóstomo. Dos fuertes silbidos penetrantes contestaron en la calma.

-Gracias, amigo, exclamó animadamente. Con esto es suficiente. Corta la corriente ¿quieres?

Saltó de la explanada y miró gravemente a su avizorador, recogiéndose alrededor de las piernas los pliegues sueltos del batín. La cara oronda sombreada y la adusta mandíbula ovalada recordaban a un prelado, protector de las artes en la edad media. Una sonrisa placentera despuntó quedamente en sus labios.

-¡Menuda farsa! dijo alborozadamente. ¡Tu absurdo nombre, griego antiguo!

Señaló con el dedo en chanza amistosa y se dirigió al parapeto, riéndose para sí. Stephen Dedalus subió, le siguió desganadamente unos pasos y se sentó en el borde de la explanada, fijándose cómo reclinaba el espejo contra el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba los cachetes y el cuello.

La voz alborozada de Buck Mulligan prosiguió:

-Mi nombre es absurdo también: Malachi Mulligan, dos dáctilos. Pero suena helénico ¿no? Ágil y fogoso como el mismísimo buco. Tenemos que ir a Atenas. ¿Vendrás si consigo que la tía suelte veinte libras?

Dejó la brocha a un lado y, riéndose a gusto, exclamó:

-¿Vendrá? ¡El jesuita enjuto!

Conteniéndose, empezó a afeitarse con cuidado.

-Dime, Mulligan, dijo Stephen quedamente.

-¿Sí, querido?

-¿Cuánto tiempo va a quedarse Haines en la torre?

Buck Mulligan mostró un cachete afeitado por encima del hombro derecho.

-¡Dios! ¿No es horrendo? dijo francamente. Un sajón pesado. No te considera un señor.

¡Dios, estos jodidos ingleses! Reventando de dinero e indigestiones. Todo porque viene de Oxford. Sabes, Dedalus, tú sí que tienes el aire de Oxford. No se aclara contigo. Ah, el nombre que yo te doy es el mejor: Kinch, el cuchillas.

Afeitó cautelosamente la barbilla.

-Estuvo desvariando toda la noche con una pantera negra, dijo Stephen. ¿Dónde tiene la pistolera?

-¡Lamentable lunático! dijo Mulligan. ¿Te entró canguelo?

-Sí, afirmó Stephen con energía y temor creciente. Aquí lejos en la oscuridad con un hombre que no conozco desvariando y gimoteando que va a disparar a una pantera negra.

Tú has salvado a gente de ahogarse. Yo, sin embargo, no soy un héroe. Si él se queda yo me largo.

Buck Mulligan puso mala cara a la espuma en la navaja. Brincó de su encaramadura y empezó a hurgarse en los bolsillos del pantalón precipitadamente.

-¡A la mierda! exclamó espesamente.

Se acercó a la explanada y, metiendo la mano en el bolsillo superior de Stephen, dijo:

-Permíteme el préstamo de tu moquero para limpiar la navaja.

Stephen aguantó que le sacara y mostrara por un pico un sucio pañuelo arrugado. Buck Mulligan limpió la hoja de la navaja meticulosamente. Luego, reparando en el pañuelo, dijo:  -¡El moquero del bardo! Un color de vanguardia para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se paladea ¿verdad?

Se montó de nuevo sobre el parapeto y extendió la vista por la bahía de Dublín, el pelo rubio roblepálido meciéndose imperceptiblemente.

-¡Dios! dijo quedamente. ¿No es el mar como lo llama Algy: una inmensa dulce madre?

El mar verdemoco. El mar acojonante. Epi oinopa ponton. ¡Ah, Dedalus, los griegos!

Tengo que enseñarte. Tienes que leerlos en el original. Thalatta! Thalatta! Es nuestra inmensa dulce madre. Ven a ver.

Stephen se levantó y fue hacia el parapeto. Apoyándose en él, miró abajo al agua y al barco correo que pasaba por la bocana de Kingstown.

-¡Nuestra poderosa madre! dijo Buck Mulligan...

...Y no te apartes y le des vueltas
 al misterio del amor amargo, 
porque Fergus guía de bronce los carros.