Las campañas institucionales generan debate. Siempre hay quienes las considera equivocadas e, inmediatamente, aparecen personas que –para llevar la contraria a los que están en desacuerdo– las defienden a capa y espada. El último ejemplo son los dos spots de la DGT protagonizados por Amaia Romero (gran amante de las tortillas del bar Laláns) y Eduard Fernández, en los que sendos coches los atropellan sin ningún tipo de consideración por su estatus de famosos.

Pero en Londres hay ahora una campaña con la que todos parecen estar de acuerdo. Consiste en una exhibición de fotografías, instalada en el South Bank, junto al Támesis. El medio centenar de personas fotografiadas aparecen sonrientes, con cara de felicidad. Son las últimas fotos que les hicieron; poco después se suicidaron.

Según Wilde, es el mejor cumplido que se puede hacer a la sociedad. Por eso la exposición lleva por título La última foto. Son las 50 últimas fotos de 50 personas que días o semanas después cometieron lo que Oscar Wilde consideraba “el mejor cumplido que se puede hacer a la sociedad”. Nada en esas fotos hace prever que la idea les pasaba por la cabeza. Jugaban con sus sobrinos, con sus hijos, se abrazaban a la persona con quien compartían la vida... La idea publicitaria es inapelable: hacer entender que las personas con pensamientos suicidas no siempre tienen cara deprimida. Los familiares que han cedido el material explican que, cuando los retrataron, nada indicaba que tuvieran problemas. Describen a los inminentes suicidas como personas alegres, cariñosas. “Nunca en la vida ninguno de nosotros podría haber imaginado que poco después se habría ido para siempre”.
Hay un suicidio peculiar, el del gastrónomo y restaurador Ramón Cabau, que se presentó en la Boquería para vender algunos de sus productos tal como solía hacer con regularidad, solo que esa vez se le veía más apagado de lo habitual. Al menos, eso dijeron los testigos. De todos modos, repartió flores, habló con unos y con otros… Y cuando estaba frente a la parada de setas de su amigo Llorenç Petràs, entregó una carta para su amigo, que en ese instante se hallaba ausente.  Luego, se paró en un bar para pedir un vaso de agua porque decía que no se encontraba bien. Acto seguido, tomó el agua, se tragó una pastilla y, a los pocos segundos, cayó desplomado muriendo casi al instante. Entonces aún nadie lo sabía pero se había suicidado con cianuro. Cuando Petràs pudo leer la carta, Cabau ya estaba en el suelo.