A veces el miedo se viste de formas extrañas. De tronco atravesado en medio del camino, por ejemplo. La escena todavía es incompleta: hay siete jóvenes malcarados, con camisetas rasgadas y en chancletas, que hacen señales para que pare la moto mientras me apuntan con una AK47.

Llevaba dos días atravesando aquellas colinas con los dedos cruzados para evitar un momento que sabía que era inevitable. No había otra manera. Bañada por un río Congo lleno de rápidos, innavegable en ese tramo, aquella tierra estaba controlada por un grupo rebelde Mai-Mai, y había que negociar un salvoconducto con su cabeza para recorrer sus caminos. Sin su aprobación, el miedo no hacía falta: pasar era un suicidio.

Su sí tampoco era una balsa. Borrachos y drogados, sus subordinados eran dinamita, y los dólares en mi bolsillo, chispas.

Gritó lo más alto.

– ¡Baja de la moto! Manos arriba!

Nada te prepara para que la vida se parezca a un juego de indios y vaqueros, ni que, aún con las manos arriba, te cachee bailando un vals un individuo con el aliento ahogado en alcohol de maíz, un whisky artesanal capaz de arañar las entrañas. Bailábamos, y ese extraño líder de la banda llamaba a su jefe para preguntarle si me dejaba pasar o qué. En ese qué me iban la hacienda y los suspiros.

Y no había señal.

Mientras intentaban conectar la llamada, reaccioné, no fuera que decidieran dar el premio por desierto al tercer intento como los concursos de la tele, y les dije que era de Barcelona, ​​de “la ville de Messi”. Ya me perdonarán los puristas, pero tenía una urgencia.

Vi una rendija. Con más prisa que calma, saqué de la mochila unas chapas del Barça y empecé a repartirlas entre los rebeldes, que sonrieron por una vez. También les di unos bolis azulgranas y, para el individuo más alto, que seguía sin tenerlo claro, también un banderín culé, para celebrar su jerarquía. Si me hubieran dado un cuarto de hora más, les regalo una silla del estadio, un puro de Laporta e, incluso, Gavi sin renovar. El reparto no abrió la barrera, pero sí enfrió suficiente el tiempo para que me sintiera menos cerca de las balas.

El Barça genera recuerdos raros, y que van más allá de las victorias. Es una mesa con amigos llena en un bar chino después del gol de Iniesta en Stamford Bridge, es un clásico con tu padre cuando quizás ya no te quedan tantos juntos, y es la amargura de la primera final perdida con tus hijas.

A veces el Barça se viste de formas extrañas: es una kaláshnikov en el Congo, una chapa para ganar tiempo, es Messi entre rebeldes borrachos. Es, también, una barrera apuntando a las nubes, y pensar, eufórico, cuándo será la próxima final. - Xavier Aldekoa