La caída de Laura Borràs es una buena noticia para la política catalana: un pequeño paso hacia el fin de la crispación, la irracionalidad y el secuestro emocional. Aunque en Cataluña hay un hombre que está más feliz que nadie con esa caída: el señor Turull, a quien se le allana el camino del poder en su partido. Pero más allá de eso, lo que se percibe es que, en el final del catastrófico "procés", a una generación entera de políticos se los ha llevado la ventolera que ellos mismos levantaron con sus abanicos estrellados. Solo hay que mirar a la enésima transmutación de aquella Convergència que campaba a sus anchas en Cataluña, con sus caciquiles mayorías absolutas: aquel partido es hoy un yermo en donde solo se escucha el crujir de dientes.
Jordi Cuixart se ha largado a Suiza, de donde ha vuelto (un momentito) Anna Gabriel, solo para demostrar que la supuesta "terrible represión del Estado Español" no existía: con su ejemplo le ha quedado claro a todo el mundo que a nadie se le juzga por sus ideas. Poco o nada se sabe de los nombres más fulgurantes de aquellos años eufóricos. Quienes prometieron, juraron y levantaron sus voces hoy dormitan, procuran pasar inadvertidos o se dedican a sus negocios en silencio. Incluso la nueva presidenta de la ANC organiza una manifestación del 11 de septiembre de 2022 modesta y austera, en la que pide a los asistentes (que ya no deberán registrarse: ¿para qué?) que levanten bien las banderitas, para ocultar la escasez de personas. Solo le faltó pedir que cada manifestante lleve dos banderas.
Como víctima de una maldición eficaz, en Cataluña se repite esa capacidad inusitada por estropearlo todo en un calentón patriótico y banal, en una pataleta rellena de folklore y aspavientos ridículamente solemnes. Sin ninguna mejora que mostrar, solo se pueden exhibir pérdidas.
Tras el vendaval (en realidad, solo una molesta polvareda), Cataluña sale empobrecida en lo económico y seriamente perjudicada en la convivencia, aparte de haber mostrado su peor perfil: el de la insolidaridad y la antipatía.
Tras el desastre que se ha llevado a una generación de políticos, quienes hoy ocupan los lugares de la gestión son personas con escasa o nula experiencia en el servicio público: valga como ejemplo el currículum de Pere Aragonès, ascendido a "Molt Honorable" como en una comedia bufa llena de disparates, prisas, urgencias y quiebros inesperados. Así, quien debe dirigir lo público en un momento tan difícil podría muy bien ser el último de la clase.
Este es el fin y el saldo del procés: un balance lastimoso aderezado por alguna ocurrencia chabacana y previsible del hombrecito de Waterloo, perdido en su delirio con un pequeño coro (cada día más reducido) que le susurra al oído sus propias fantasías.
A algunos, como yo, la salida del procés nos parece el despertar de una mala siesta con pesadilla incluída que, de algún modo, se parece a las impresiones extrañas que nos dejaron los confinamientos: ¿realmente hemos vivido eso? La respuesta, sin embargo, es afirmativa: aquí están sus consecuencias. Y el difícil camino de la vuelta a la concordia, el diálogo y la razón.
Pero incluso para nosotros, quienes vivimos con cierta esperanza el fin del malestar, la vuelta a la normalidad nos resulta dificultosa. Para mi, creo que ya nunca más Cataluña será lo que fue antes de la acción de los irresponsables. Siempre viviremos con temor y desconfianza, y con ese insoslayable sentimiento de sospecha hacia lo que queda de unos líderes diezmados pero imprevisibles, y hacia una mitad de la ciudadanía dispuesta a fastidiar la vida de los demás. - Lluís Bosch - MILDEMONIOS.
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