EL MUNDO SIN NOSOTROS




Hace tres años vivíamos todos tan tranquilos, brindando por el año que estábamos a punto de estrenar, sin sospechar que se había iniciado la cuenta atrás para que un virus desconocido eliminara a varios millones de personas de la faz de la tierra y alterara para siempre nuestra forma de vida. La palabra pandemia nos sonaba muy lejana, aplicable sólo a distopías de ciencia ficción. Saldremos mejores y más fuertes nos decíamos, pero no ha sido así, tres años más tarde, las nuevas distopías amplían el repertorio clásico de maldiciones; a los ya habituales apocalipsis causados por la energía nuclear y el terrorismo internacional se han añadido los provocados por el cambio climático, el conflicto de Ucrania, el resurgimiento de la cóvida en China, el Gran Apagón energético europeo y el colapso de internet. Ignació Martínez de Pisón reflexiona sobre qué pasaría cuando nosotros no estemos, una posibilidad a tener en cuenta.

Los cineastas, que suelen detectar los temores más profundos del ser humano, han vuelto a contar historias de catástrofes como las que proliferaron durante la guerra fría o después de los atentados de las Torres Gemelas. Las nuevas distopías amplían el repertorio clásico de maldiciones: a las ya habituales apocalipsis causadas por la energía nuclear y el terrorismo internacional se han añadido las provocadas por el cambio climático, el Gran Apagón (así, con mayúsculas) y el colapso de internet.

Lo que indican estos miedos profundos es que el ser humano es cada vez más consciente de su propia vulnerabilidad. Cabe preguntarse si la pandemia ha sido como un grito de socorro, una advertencia que nos ha enviado el planeta para quejarse de lo mal que lo tratamos. Si nos parece que las pandemias son fenómenos anómalos, excepcionales, es porque no prestamos atención a los científicos, para los que sólo se trata de un mecanismo de corrección habitual en la naturaleza, si hacemos caso a Alan Weismann.
Cuando una especie animal crece hasta el extremo de amenazar los delicados equilibrios del planeta, éste debe hacer algo para ponerle freno. El problema, en efecto, es que somos demasiados y nos hemos vuelto perjudiciales para nuestro entorno. Hace unas semanas se alcanzó la cifra de los ocho mil millones. Una auténtica barbaridad (y, sin embargo, la noticia se celebró con alegría, como cuando llega un nuevo niño a la familia).

En su libro 'El mundo sin nosotros', Alan Weisman se preguntaba hace unos años cómo reaccionaría la naturaleza si los seres humanos desaparecáramos del planeta. Una de sus hipótesis era precisamente la de un virus específico que atacara a nuestra especie sin afectar a las demás, que no tardarían en invadir nuestros espacios desempleados: no les recuerda esto el mismo coronavirus y las primeras semanas de confinamiento, cuando los animales salvajes se aventuraban hasta el centro de las ciudades y volvíamos a oír los cantos de los pájaros en medio de un silencio de cemento y asfalto? La naturaleza nos ha enviado una pandemia para decirnos que, cuando nosotros no estemos, no tardará en recuperar sus hábitos milenarios y en volver a ser la que era.

¿Verdad que una ciudad como Nueva York parece sólida, consistente, hecha para aguantar el paso del tiempo? Pues si sus túneles del metro no se inundan es porque hay 753 máquinas bombeando agua constantemente. Si algún día desaparecieran los neoyorquinos y estas bombas dejaran de funcionar, las aguas subterráneas tardarían dos días en tragar la red de túneles. Después la falta de mantenimiento haría que estallaran tuberías, reventaran juntas, cayesen tejados. Las especies vegetales crecerían sin control entre los escombros y, con un suelo cada vez más rico en nutrientes, el incremento de la biodiversidad se ocuparía de hacer el resto. Resultado: en un período inferior a los dos siglos no quedaría ni rastro de Nueva York.

Por supuesto, en el medio rural el proceso sería mucho más rápido. Un ejemplo que menciona Weisman sobre la capacidad de la naturaleza para regenerarse es el de la zona desmilitarizada que separa a las dos Coreas, una franja de tierra de 240 kilómetros de largo por cuatro de ancho donde hace setenta años que el ser humano no pone el pie. La naturaleza se apresuró a recrear el hábitat primigenio, y muy pronto en aquella tierra de nadie encontraron refugio especies animales que en el resto de Asia estaban condenadas a la extinción. ¡Qué paradoja de que una sangrienta guerra fratricida y una posguerra interminable y atroz hayan dado lugar a una pacífica reserva para la fauna amenazada!


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