EL TERRITORIO VACÍO

 



De un tiempo a esta parte crece el debate sobre el territorio vacío. Lugares en los que se van derrumbando las paredes de las casas deshabitadas desde hace mucho y donde casi nadie recuerda el último día que se vio a un niño corriendo por las calles. Pueblos que aguardan perezosamente la muerte de sus últimos vecinos para ingresar en la triste lista de los municipios deshabitados. Junto a estos lugares, otros que, sin una realidad tan dramática, exigen ser escuchados y tenidos en cuenta para evitar terminar por igual. Allí arraiga el concepto de España vaciada, la tierra donde nunca pasa nada o la Catalunya que hay que repoblar, término este último que empieza a ser común en la conversación pública.

Pero la mirada sobre la repoblación es netamente urbana. Como si construyendo carreteras y trayendo internet de alta velocidad a estos pueblos fuera suficiente para llenarlos de diseñadores gráficos encantados de poner el Mac ante una ventana con vistas y de nuevos artesanos del queso ecológico de kilómetro cero aterrizados directamente desde el cemento urbanita para vivir de otra forma. Estos perfiles existen, claro que sí, e incluso diseñan bien y elaboran quesos estupendos. Pero con el mismo entusiasmo que al inicio de la pandemia leímos reportajes detalladísimos sobre un nuevo éxodo rural de la gente de ciudad para vivir de otro modo, ahora deberíamos leer las historias de quienes han vuelto al asfalto después de descubrir que arraigar en entornos rurales con valores urbanos no es coser y cantar y que es mejor rectificar a tiempo.

Uno se imagina en un pueblecito de tres habitantes y medio, con sus lecturas, los atardeceres, la lista preferida de Spotify en un altavoz acompañando la tarde, la tranquilidad y el “qué bien estoy aquí y qué auténtico es todo” y resulta que al cabo de dos telediarios comienza a maldecir el silencio, la quietud y el estar tanto tiempo consigo mismo. Y claro, antes de terminar como Jack Nicholson en El resplandor es mejor volver a la metrópolis, a los semáforos y a la queja diaria sobre qué deshumanizada, cara y estresante que es la vida de ciudad comparada con la del campo mientras se teclea en el móvil una pedido para que un esforzado ciclista te lleve con la lengua fuera la compra a casa en quince minutos.

No hay nada que repoblar desde la mentalidad urbana. Simplemente porque el desplazamiento vital en el mundo rural no es únicamente una cuestión física y material. Si lo que se pretende, y es aquí donde apuntan la mayoría de las presentaciones sobre repoblación, es borrar la diferencia entre pueblo y ciudad para que sea atractivo vivir en entornos no urbanos porque se ha logrado que no lo parezcan, el fracaso está escrito antes de empezar. Primero porque es imposible que esto ocurra y segundo porque un pueblo es imposible de armar con los valores de una ciudad.

Junto al concepto de repoblar, otra expresión que ha hecho fortuna es la de “fijar a la gente en el territorio”. Se siente también en entornos políticos y se pronuncia con la gravedad de quien está a punto de sacarse del bolsillo un tubo de pegamento de impacto para repartir la pega por las suelas de los nacidos en pueblos y villas con la intención de que no puedan levantar los pies del suelo para desplazarse. Nuevamente estamos ante el mismo enfoque urbano que lo reduce todo en el wifi, en el camino asfaltado y en un trabajo con el que llenar la nevera.

Por supuesto que todo esto resulta imprescindible. Ganarse la vida, disfrutar de comodidades y disponer de oportunidades es condición primera para que el éxodo no sea tal y la gente apueste por el medio rural como forma y medio de vida. Pero no son suficientes condiciones. Hay, por encima de estas variables, una cuestión de mayor peso que tiene relación con la respuesta a esta pregunta: ¿cómo es la vida que merece ser vivida? Y la respuesta es que la cultura hegemónica del presente señala claramente que esa vida es la urbana. Por eso el mundo rural, en boca de quienes hablan de repoblar y fijar a la gente en el territorio, es en la mayoría de las ocasiones una realidad que hay que acicalar para que sea en lo posible lo más parecido a una vida urbana y de esta manera algo atractiva. Este discurso esconde una lógica que más que atraer ahuyenta: sólo es deseable vivir de verdad en un pueblo si primero conseguimos que deje de serlo.

El campesino, el campesino pobre, como módulo de vida, ha sido siempre, y lo es todavía hoy, una medida de 'felicidad' - Beatus ille - dudosamente admisible. Si la literatura le ha idealizado, fue porque la literatura nunca la escribieron los agricultores, decía Fuster, y a fe que tenía razón. Unos amigos ya hace años, lo dejaron todo y se fueron a un pueblo del Pirineo a hacer de campesinos, vivir sano y de lo que diera la tierra, o el ganado. Todo muy bonito, bucólico y ecológico. Compraron unas cabras andaluzas que del frío que hacía se les volvían moradas, y producían un queso que dieron a probar el gato, pero éste lo hizo sólo la primera vez, pues de las cagaleras que le cogieron ya no quiso probarlo más. Al cabo de un tiempo, con la cola entre las piernas volvieron a la ciudad. No fueron los únicos en aquella época, pero como decía un amigo, en el campo hay que ir a vivir con dinero, en una Masía bien acondicionada y un campesino que te haga el trabajo. El campo es duro, muy duro, sobre todo para un urbanita.



 


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