¿La policía contra la República? - Didier Fassin
En el Gobierno francés tienen miedo de sus cuerpos de seguridad porque ya no estamos en un sistema en el que esas fuerzas obedecen a su ejecutivo, sino en el que este se doblega ante ellas.
Es el momento de la verdad. Un momento de la verdad para la policía, pero también para los que están en el poder.
Dos importantes sindicatos, Alliance y Unsa-Police, que representan a más de la mitad de los policías, han hecho público un comunicado, en un contexto de desórdenes urbanos a raíz del asesinato perpetrado por uno de sus miembros, en el que se declaran “en guerra” contra los jóvenes a los que llaman “parásitos” a los que hay que “neutralizar”, y se declaran “en resistencia” si el gobierno no pone en marcha “medidas concretas” consistentes en ampliar aún más sus prerrogativas, proporcionarles una protección jurídica más amplia y exigir que la justicia trate con más severidad a los alborotadores.
Sabemos que algunos policías llaman “bastardos” a los jóvenes racializados. Ahora los llaman “parásitos”. Recordemos que, hace dos años, el secretario general de Alianza declaró que “el problema de la policía es la justicia”. Hoy, su problema es el gobierno. Ante las reacciones de los medios de comunicación y de los políticos de izquierdas, los dos sindicatos ofrecieron una poco convincente “explicación del texto para tontos”, en la que se presentaban como defensores de los “valores de la República”, al tiempo que reiteraban el uso del término “parásitos”. Afirman ser “víctimas” de la estigmatización, como hacen cada vez que se ponen de manifiesto y se cuestionan las prácticas violentas y discriminatorias de algunos de ellos.
Ante esta deshumanización de los ciudadanos franceses y esta amenaza de sedición, el presidente, garante de las instituciones de la V República y rápido en querer castigar a los padres de los niños que delinquen, calla. La primera ministra, Élisabeth Borne, que acusa a France Insoumise de “no pertenecer al campo republicano”, no encuentra nada contrario a la república en los discursos intimidatorios contra el Gobierno que dirige. El ministro de Justicia, Éric Dupond-Moretti, poseedor del “sello oficial de la República”, pide una respuesta “firme, rápida y sistemática” de la Fiscalía contra los alborotadores que rompen escaparates, pero mira para otro lado cuando las fuerzas del orden atacan la independencia de los jueces. El ministro del Interior, Gérald Darmanin, que debe velar por el “mantenimiento y la cohesión de las instituciones” de la República, se limitó a responder que “no está aquí para discutir”. En cuanto al ministro de Educación, Pap Ndiaye, responsable de las escuelas de la República, se olvida de señalar que muchos de esos adolescentes y jóvenes no son insectos o roedores a los que hay que eliminar, sino alumnos de secundaria, muchos de los cuales sufren fracaso escolar como consecuencia de las desigualdades del sistema educativo. Pocas veces hemos visto a un gobierno tan tímido ante un peligro tan evidente.
Si el presidente de la República y el Gobierno tienen miedo, no es, como han creído muchos comentaristas, debido al riesgo de que se extiendan y prolonguen los disturbios urbanos. Tienen miedo de su policía. Como ocurrió frente a los ‘chalecos amarillos’, los manifestantes contra la reforma de las pensiones y los opositores a los proyectos que destruyen la naturaleza, saben que su poder únicamente depende de ella. Frente a estas movilizaciones sobre grandes temas como la desigualdad social y la protección del medio ambiente, la elección de una respuesta autoritaria les obliga a garantizarse la lealtad de la policía. Ya no estamos en un sistema en el que la policía obedece a su gobierno, sino en el que el gobierno se pliega a su policía.
Por supuesto, se podría argumentar que las palabras del comunicado de prensa del sindicato son solo eso: palabras. Sin embargo, esto sería pasar por alto el hecho de que el vocabulario utilizado –neutralizar parásitos– tiene una función performativa. En las horas posteriores a que Nahel recibiera un disparo a quemarropa en el pecho, se buscaron sus antecedentes penales, a veces falsificándolos, para justificar la acción del agente. Y fue un lenguaje similar el que acompañó a los peores planes asesinos del siglo anterior: se hablaba de “derrotar a las cucarachas de una vez por todas”.
En cuanto a las amenazas contra el gobierno, nadie ha olvidado que ya fueron las protestas, aunque de carácter menos insurreccional, las que condujeron a la aprobación de la ley de seguridad pública de 2017, cuyo artículo sobre la negativa a cumplirla es considerado por los investigadores la principal causa de que se hayan quintuplicado los tiroteos mortales contra vehículos desde esa fecha. Es poco probable que la intimidación contra la autoridad no afecte a las prerrogativas de los policías y a su protección judicial en caso de abuso de poder, ya que el motivo de su enfado es la detención preventiva de su compañero investigado por homicidio voluntario. Así que las palabras son importantes. “Cuando decir es hacer”, escribió en una famosa frase el filósofo británico John Langshaw Austin. En este caso, decir es más bien permitir hacer.
Por supuesto, también podemos señalar que el comunicado sólo implica a dos sindicatos, sin duda importantes por su influencia, pero que muchos policías no se reconocen en el mensaje de deshumanización de su público y de amenazas contra el gobierno. Sin embargo, no podemos ignorar la falta de reacción de los demás sindicatos –con la notable excepción de la CGT de Policía, que pide la reforma de la institución– ante el llamamiento para acabar con los parásitos y a la resistencia contra el gobierno, probablemente porque saben que una parte de su base es sensible a este lenguaje. No hay que olvidar que más de dos tercios de los policías en activo dicen haber votado a Marine Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2017, una proporción más de tres veces superior a la del conjunto del electorado. La radicalización de la policía hacia la extrema derecha es, por tanto, muy real.
A diferencia de otros países, la policía francesa no está al servicio de la sociedad y no rinde cuentas ante ella. Es una institución del Estado que debe garantizar cierta neutralidad. No obstante, a lo largo de las últimas décadas, primero se ha convertido en un instrumento al servicio del gobierno, y después ha ido adquiriendo autonomía progresivamente, hasta el punto de imponerle su ley, literal y figuradamente. No se trata simplemente de constatar el carácter discrecional del trabajo policial a nivel individual, que es una característica general de las fuerzas del orden en todo el mundo, sino de poner de relieve la creciente independencia adquirida por la institución policial a nivel colectivo en relación con el poder. Si existe hoy en Francia una tentación separatista, es la de algunos cuerpos de policía.
¿Es irreversible esta preocupante situación? Desde luego que no. En otros países se han emprendido reformas a partir de informes parlamentarios o de investigaciones de instituciones independientes. La muerte de Nahel, como la de tantos otros antes que él, podría haber supuesto una oportunidad para tales iniciativas. No ha sido así, y el Gobierno prefiere rebatir las críticas de Naciones Unidas y las condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Una reforma de la policía exigiría un poder que comprendiera que tener autoridad no significa ser autoritario –lo que, por el contrario, es un signo de debilidad– y que supiera trabajar con las fuerzas del orden y sus representantes, sin dejarse avasallar por sus maniobras unilaterales. La negación de la violencia policial y del racismo en el seno de la policía, que es el sello de los dos mandatos del presidente de la República y de sus sucesivos gobiernos, es un callejón sin salida que no permite distinguir entre los policías violentos y los que no lo son, y que si bien hay racismo en el seno de la institución, hay algunos que muestran respeto por todos.
Como nos recuerda la filósofa Cécile Laborde, el republicanismo se define por la ausencia de dominación y de sometimiento a la arbitrariedad del poder. Una policía republicana debe garantizar la seguridad de todos los ciudadanos sin ejercer dominación sobre aquellos que se sienten y se dicen ciudadanos de segunda clase. Paradójicamente, son estos últimos los que son acusados de antirrepublicanismo cuando, por el contrario, reclaman más justicia y más igualdad, es decir, más República. Más aún que en las amenazas proferidas contra el gobierno, el giro antirrepublicano de una parte de la policía francesa se manifiesta en el sometimiento de esos segmentos humildes y racializados donde la educación cívica familiar consiste en lo que los padres enseñan a sus hijos, desde muy pequeños que nunca deben responder a las provocaciones e insultos de la policía.
Si los hombres y mujeres a la cabeza del Estado son incapaces de defender el espíritu de la República, nos corresponde a cada uno de nosotros aportar nuestro granito de arena.
Didier Fassin es antropólogo, sociólogo y médico. Profesor en el Princeton Institute for Advanced Study y en el Collège de France. Director de Estudios en la École de Hautes études en Sciences Sociales.
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