Aunque las pasiones son a menudo incontrolables, es signo de madurez saber distinguirlas del pensamiento racional y entender cuándo es el momento de dejarse arrastrar por ellas sin más asidero a la razón que un "ya veremos", y cuándo conviene dejar entreabierta una puerta a lo razonable para que eche un ojo al desaguisado que pueden producir los excesos pasionales a destiempo. Si los afectos son políticos, si la esperanza, el apoyo mutuo, el cuidado del otro y de una misma también lo son, hacemos mal en dejar su cuidado en manos de lo primero que nos agite la sangre. Del mismo modo que las pasiones se alimentan de amor, también lo hacen de resentimientos, odios, miedos y fantasmas.
Después del debate entre dos de los candidatos a la presidencia del gobierno, el actual presidente, Pedro Sánchez y el líder de la oposición, Alberto Núñez-Feijóo, se había instalado entre el electorado de derechas, un aire de victoria deportiva de lo más desagradable. Es lógico que si tu candidato se maneja mejor en un debate importante lo celebres con alegría o con esperanza, nos va la vida en la política, pero no a cualquier precio y no considerando que imponerse es siempre una victoria. El espectáculo de mentiras fácilmente contrastables disparadas como una metralleta por el candidato de la derecha, Feijóo, sus provocaciones con esos constantes "no se ponga usted nervioso, está usted muy nervioso" que tan bien conocemos las mujeres, las interrupciones y la imposibilidad de cumplir con el primer cometido del encuentro, que era debatir, no debería ser un motivo de celebración. La humillación malintencionada del otro, las trampas hechas a sabiendas, las argucias de taberna habituales del asesor Miguel Ángel Rodríguez, que convierten a sus aconsejados en matones vacíos de contenido, pero llenos de recursos violentos, no deberían ser parte de la democracia, ni del juego electoral, ni de institución que se respete a sí misma y se tenga por madura. La vejación, la mentira y el embarre del terreno, son infantilidades que calan entre sociedades que demuestran una profunda inmadurez social y política, entre personas sin amor propio pero hinchadas de ego que no distinguen cuándo dejarse llevar por las pulsiones y cuándo comportarse con responsabilidad por el bien individual y común.
Me niego a creer que nuestra sociedad, imperfecta y a veces propensa a arranques incomprensibles de violencia, haya vuelto a ese estado de tutelaje que supuso el franquismo, el de ciudadanos que eran tratados como niños pequeños, a los que se les decía qué debían pensar, a quién rezar, con quién emparejarse, qué libros leer, qué películas ver y ante quién inclinarse obedientes. Es extraño que la idea de "libertad" que el pacto de las derechas de PP y Vox manejan esté relacionada con el control férreo de la ciudadanía en aspectos que van desde lo cultural y lo económico hasta lo íntimo. Nadie que se tenga por libre, por patriota, por un ciudadano de la cabeza a los pies debería tragar con semejante retórica del control. En los mítines de Trump de vez en cuando se colaban periodistas progresistas que preguntaban a los asistentes por asuntos básicos que cualquier ser humano que no haya sido criado por coyotes dentro de una cueva del Death Valley podría responder con soltura. Se quedaban embobados y con la mandíbula floja ante el micrófono y acababan rompiendo el silencio gritando "Make América great again" o "América First" con una musiquilla machacona. Esa mezcla de populismo de estadio deportivo y nacionalismo vacío que lo fía todo a una nostalgia inventada y a los símbolos, no tiene sentido en un país que ha dado pasos adelante tan importantes como el nuestro. Esa cultura política del "lololó" es embarazosa de contemplar desde fuera por alguien que se tenga un respeto mínimo y sería deseable que quien se considere conservador hiciese el ejercicio de detenerse a analizarlo con frialdad, sin decir "y vosotros qué". Por qué deberían inconsistencias pasionales como aplaudir soflamas vacuas del tipo "que te vote Txapote", que además de ser irrespetuosas con las víctimas de ETA, no significan nada, imponerse a datos fríos como que nuestra inflación es la más baja de Europa gracias a la excepción ibérica o que nuestras proyecciones de crecimiento económico -algo que parece importar tanto a los que se cuelgan las medallas de la buena gestión antes de llevarla a cabo- son las mejores de la UE. - Alana S. Portero - Público.es
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