La metonimia, según la vieja definición académica, es una figura retórica de pensamiento mediante la que sustituimos una palabra o concepto por otro con el que guarda algún tipo de relación. La causa por el efecto o viceversa. O el continente por el contenido, como cuando decimos que fulanito se bebió una botella de vino y es obvio que lo que se bebió es el vino. Pero, sobre todo, y a los efectos oportunos de este artículo, último de la temporada antes de la pausa de agosto, la metonimia que nos interesa consiste en tomar la parte por el todo. Y sí, no es la primera vez que les mareo con esto de la metonimia, por eso lo de reloaded del encabezamiento, pero es que vivimos entre metáforas y metonimias pertinaces y continuas. Nos parecen la cosa más natural del mundo.
Entre las muchas metonimias en boca de nuestros preclaros líderes –políticos o de opinión, tanto da que me da lo mismo– destaca refulgente la de Catalunya o el poble català, que por supuesto es perfecta y miméticamente aplicable a España y el pueblo español (y no me refiero a la atracción turística de Montjuïc heredera de la Exposición Universal de 1929). Vamos, que me temo que no avanzamos en el curso de retórica y variopintos personajes se arrogan el derecho de hablar en nombre de regiones, naciones, países o poblaciones enteras.
Nota al margen: cuando quieren desprenderse de la épica y la grandilocuencia habituales nos hablan del territorio, que es otro recurso empobrecedor del lenguaje que cada vez que aparece estoy esperando que alguien le añada el término comanche…
Núñez Feijóo se hartó, en la campaña electoral, de hablar en nombre de España y como si toda España le cupiese a él en el pecho (de Manuel Fraga se dijo que le cabía todo el Estado en la cabeza, aunque al final lo redujo a un par de tirantes con la bandera nacional), con lo que competía con el ínclito y dotado de mucha más pechonalidad Abascal, con su barba de conquistador antiguo y esas americanas una talla menor de la que le correspondería.
Banderas y banderías y bandos enfrentados. Y pulseritas y lazos para marcar el terreno propio y reconocer a los afines. Y sin embargo, el todo es mucho más diverso que la parte que se erige en su representante.
Feijóo se hartó de hablar en nombre de España como si toda España le cupiese en el pecho. A Junqueras, siempre a punto de la transfiguración mística, no se le cae Catalunya de la boca, en un arrebato que comparte con su némesis y gemelo oscuro, Puigdemont, que sigue abonado también a Catalunya como su fuente de toda inspiración. Y pese al notable batacazo electoral último –suma y sigue– se empecinan en su papel de augures, aurúspices de lo inmediato y del porvenir. Y siguen perorando de parte con voluntad expresa de hablar en nombre de todos. Y eso que hace ya tiempo que descubrimos que no se soportan y que son como esos matrimonios unidos por la dote y el interés que fingen afecto mientras se prodigan pellizcos de monja, miradas aviesas y odios secretos y enconados.
Catalunya o España, que nunca me han sido presentadas y a quienes no tengo el gusto de conocer, están formadas por esos millones de individuos que participan –no todos, esa es otra– de la democracia parlamentaria mediante las elecciones, donde deciden votar a quien más prefieran o detesten menos. Y sale lo que sale. Y a los resultados de las dos últimas elecciones me remito para decir que la metonimia y su abuso ya no es el camino. Y que ya no creemos en oráculos ni profetas. Metonimia ‘reloaded’ - Daniel Fernández
Acta est fabula!
Y ahora sí, vayámonos de vacaciones…
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