QUE EL VIENTO TE ACARICIE EL CABELLO

Pese a las cuatro décadas alejadas de Irán y los miles de kilómetros de distancia, hay algo que une a Elham y Anahita con el país que les dio la vida: el derecho a que, si quieres, el viento te acaricie el cabello. Plàcid Garcia-Planas.

“El poema no está parado ante un pelotón de ejecución”, escribe el poeta persa.

Para ir en metro a la Biblioteca Nacional de Irán, con su Jardín de los Libros y su Casa de los Poemas, hay que tomar la línea 1 y bajar en Shahid Haqqani, una estación operativa desde el año 1380 del calendario persa, el 2001 después de Cristo. Por esa boca de metro, a las seis de la tarde del 13 de septiembre del 2022, salió una chica de 22 años. Iba acompañada de su hermano Kiaresh, de 17 años. Venían de las provincias kurdas del noroeste iraní y ella aprovechaba que todavía no habían empezado las clases en la universidad para visitar a unos familiares en Teherán.

Una patrulla de orientación islámica la detuvo cerca de la boca de metro. Le acusaba de no llevar bien colocado el hiyab. Hay que amortajar la sensualidad del cabello de la mujer, como si el cabello del hombre no fuera sensual. La patrulla de orientación orientó a la chica, efectivamente, hacia la oscuridad. Primero la abofetearon. Después pegaron con una porra sus manos y sus pies. Rociaron la cara de su hermano con gas pimienta. Los obligaron a subir a una furgoneta y los llevaron a la comisaría de la calle Vezarat. En el trayecto, a ella le golpearon la cabeza con la porra y perdió el conocimiento.

“Está montando un numerito”, dijo uno de los policías de la moral.

Una vez en la comisaría, pasó al menos otra hora y media antes de que la trasladaran al hospital Kasra, donde, después de tres días en coma, la declararon oficialmente muerta. Hace exactamente un año.

Como en cientos de ciudades de todo el mundo, la Asociación Comunidad Iraní de Catalunya la recordará hoy en una concentración a las seis de la tarde en la plaza Sant Jaume de Barcelona.

“Grita su nombre”, pide la red global de movilización –Mujer, Vida, Libertad–, y demasiadas veces sólo gritan Mahsa Amini olvidando su nombre kurdo, Jina, prohibido en la documentación oficial persa. Mientras era torturada, Jina pedía ayuda en la lengua que le salía de su interior: el kurdo. Porque las lenguas, antes que para comunicarse con los demás, sirven para llorar.

“La solución la tienen los iraníes de dentro. Nosotros sólo les damos voz”, dice Anahita tomando un café en el Eixample. Hija de un iraní y una catalana, tenía cuatro años cuando en 1980 se exilió con su familia, primero a Italia y luego a Barcelona. “Sólo he regresado a Irán una vez, en el 2001, de turismo emocional. Eran los años del aperturista Jatamí y vi un país vibrante. Tres veces se me cayó el hiyab y tres veces me llamaron la atención”.

En el café nos acompaña Elham, que nació en Irán en 1968 y tenía casi doce años cuando, también en 1980, se exilió con su familia a la capital catalana. “Yo nunca he regresado. Por miedo, para qué mentir –dice–. Cuando tenía 17 años llamaron por teléfono a casa. Eran de la embajada iraní. Me sometieron a un tercer grado. Acabé temblando. Ante la idea de volver a Irán siempre me pregunto: ¿y si...?”.

“La generación de mis padres aspiraba a un cambio, pero lo que llegó no tenía nada que ver con lo que deseaban –añade Elham–. Es una lucha a medio y largo plazo. Lenta. Los jóvenes ahora saben muy bien lo que podrían tener”.

“Nos han inculcado el islam como si fuera una cosa cultural, nacional, identitaria, y no lo es”, se lamenta.

“Irán es fascinante –dice Anahita–. Nunca respeta las teorías convencionales. Es un país muy refinado y la cultura está en nuestro ADN”.

“La lucha va mucho más allá de la mujer”, afirma. Y mucho más allá de Irán: “La comunidad afgana en Cataluña es pequeña, pero nos acompaña”.

“Las iraníes tienen los cabellos más hermosos del mundo. Si la mujer gana, se les escapa el control de Irán”

“Salir de Irán y venir a Barcelona nos bajó el nivel de vida –recuerda Elham–. Mis amigas me llamaban de Teherán para decirme que se habían sacado el carnet y comprado un coche, cosas que aquí no me podía permitir. Pero yo en Barcelona era libre y ellas en Teherán, no. Nuestros padres pagaron un precio muy alto por la libertad”.

“Mi padre cada día nos decía que el régimen cambiaría y que podríamos regresar –recuerda Anahita–. El Irán que guardaba en su mente no era el que me encontré. Shiraz es más grande que Barcelona y la vi cubierta por la contaminación. No se lo recriminé. Los iraníes tienden a la poesía”.

La lírica persa impregnó mi primera cobertura exterior como periodista. Fue en 1989, en el entierro de Jomeini, con la TV del régimen repitiendo extasiada la escena del cuerpo del ayatolá balanceándose como una patera sobre la enlutada masa humana que lo mecía. A cámara lenta, las pantallas islamistas emitían las imágenes una y otra vez, con el adagietto de la Quinta sinfonía de fondo: Mahler tiene esto, sirve para el torso de un efebo en Venecia y para el cadáver de un anciano en Teherán.

En el país de los persas, como en el resto del mundo, la poesía, la memoria y la realidad se atraen y se desprecian. Pero hay algo que –pese a las cuatro décadas de separación y los miles de kilómetros de distancia– une a Elham y Anahita con el país que les dio la vida: el derecho a que, si quieres, el viento te acaricie el cabello.

“Las iraníes tienen los cabellos más hermosos del mundo. Si la mujer gana, se les escapa el control de Irán”, afirma Elham. “Si dejaran florecer a Irán...”, suspira Anahita.

La Casa de los Poemas de Teherán es una casa sin poesía a la que solo entran vacuos poetas oficiales entre avenidas patrulladas por la misma policía (hombres y mujeres) que hoy hace un año –en nombre de la moral– asesinó a Jina Mahsa Amini.

Desde el exilio, el poeta Moshen Emadí sintetiza el momento iraní: “El poema no está parado ante un pelotón de ejecución./Tampoco el pelotón de ejecución,/en el poema, sabe hacia dónde tiene que apuntar”.

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