Hoy, 9 de diciembre, es el día para regresar a los andenes de la estación de Lviv, que vieron pasar al oficial nazi que coordinaba el Holocausto y al estudiante judío de Derecho que acuñaría el término genocidio. Plàcid Garcia-Planas
Cuando el ejército ruso invadió Ucrania, una masa humana llenó la muy austrohúngara estación de Lviv. Buscaban trenes para alejarse de los misiles. En esa turbulencia, lo que más me impresionaba no eran los humanos descolocados ante las vías, ni la niebla que envolvía de noche la estación art nouveau, ni la alarma antiaérea en la oscuridad de sus torres.
Lo que más me impresionaba era, como siempre, el paso del tiempo. Era el espectro de dos personas que habían transitado, en el pasado, por esos mismos andenes: el jerarca nazi que coordinó la deportación de los judíos en Europa y el estudiante judío de Derecho que acabaría uniendo la palabra griega genos (estirpe) con la palabra latina cide (matar). Entre ucranianos, también miles de estudiantes de Medicina africanos huían de una guerra salvaje de tribus blancas –las guerras más salvajes las hacen siempre las tribus blancas– por los mismos andenes caminados antes por Adolf Eichmann y Raphael Lemkin.
El trayecto para unir las dos palabras empezó cuando Lemkin –de familia judía polaca– leyó a los doce años la novela Quo vadis de Henryk Sienkiewicz y quedó impactado por el episodio de Nerón lanzando cristianos a los leones. “¿Porqué los cristianos no llamaron a la policía?”, le preguntó a su madre. El trayecto siguió en los años veinte, cuando Lemkin descubrió la masacre de armenios cometida en 1915 por los turcos (con el silencio de los judíos otomanos). Un crimen que no tenía nombre. Y continuó por la estación de Lviv, donde se trasladó para estudiar Derecho.
Europa acabó estallando, por los andenes siguieron pasando trenes y en 1942 coincidieron los dos trayectos.
Por una vía de la historia, Lemkin (refugiado en EE.UU.) encontró ese año la palabra que buscaba uniendo genos y cide , genocidio. El crimen de crímenes. Y por la otra vía, Eichmann (el principal administrador de la mayor genocidio de la historia) encontró consuelo justo en esta estación tan familiar para Lemkin. Un consuelo que el jerarca nazi explicaría, en 1961, ante el tribunal que lo juzgaba en Jerusalén. Iba en tren de Minsk a Berlín, y se detuvo en Lviv. Confesó a los jueces israelíes que en Minsk había contemplado cómo la SS disparaba a un pozo lleno de judíos vivos o muertos, “la sangre brotaba como un géiser... nunca he visto nada parecido”. Escenas execrables que, aseguraba, nublaron su mente durante el trayecto ferroviario y que sólo encontró consuelo al llegar a la estación de Lviv y descubrir en su hall –la vida es un vals– un memorial esculpido en el 60.º aniversario del reinado de Francisco José.
“Al verlo, me abrumé de alegría por los tiempos del emperador –dijo–, quizá porque había escuchado cosas maravillosas de mis padres sobre su reinado. Las figuras estaban grabadas en la pared de la estación, y ahuyentaron aquellos terribles pensamientos que no me podía quitar de encima desde que salí de Minsk”.
Con nostalgia de Sissi emperatiz, Eichmann afirmó en su defensa que solo cumplía órdenes. Pero de Lviv fue a Berlín y a Auschwitz, para seguir dirigiendo crímenes todavía sin nombre. Lemkin ya había acuñado la palabra, pero no la publicaría hasta 1944, en su libro El poder del Eje en la Europa ocupada . Una palabra que no aparecería en ninguna de las 190 páginas de la sentencia de Nuremberg (1945-1946). Todos los jerarcas nazis condenados lo fueron por crímenes de guerra y contra la humanidad. No por genocidio.
“El día más negro de mi vida”, lamentó (49 familiares suyos habían sido asesinados en el Holocausto).
A partir de entonces, Lemkin no hizo otra cosa que ser pesado. Recorría los pasillos de la ONU parando a periodistas y delegados de naciones para convencerles de que se debía tipificar el genocidio de cualquier pueblo. Sin dinero, ni oficina, ni asistentes, esperaba durante semanas sentado frente a los despachos de embajadores para pillarlos al vuelo. Los guardias de la ONU lo dejaban pasar y él se traía su bocadillo. Se lo quitaban de encima preguntándole con escepticismo: ¿Detendrá un trozo de papel a un nuevo Hitler?
Hasta que el 9 de diciembre de 1948 –hoy hace 75 años– Lemkin se sentó en un rincón de Chaillot, en París, para llorar en soledad: la Asamblea General de la ONU acababa de adoptar en ese palacio su Convención contra el Genocidio. Lemkin siguió durante años en los pasillos de la organización mundial suplicando a país tras país, a delegación tras delegación, que se adhirieran a la Convención. Más allá del dolor judío: ahí estaba él –los andenes son infinitos– trabajando con países colonizados por el hombre blanco para denunciar el asesinato de estirpes. No llegó a ver ninguna condena por el crimen al que puso nombre. La primera sentencia por genocidio fue a Eichmann, el nazi que pasó con nostalgia por la estación de Lviv, ahorcado en 1962. Lemkin había muerto poco antes, en agosto de 1959, en un hotel de Nueva York. Pobre. En soledad. A su entierro acudieron siete personas.
Hoy es el día para recordarlo. Porque hoy, 9 de diciembre, es el Día Internacional para la Conmemoración y Dignificación de las Víctimas del Genocidio. Hoy es el día para regresar a los andenes de la hermosa estación ucraniana por la que, en busca de la palabra, él transitó como estudiante de Derecho. Unas vías sin destino final, porque siempre –él lo sabía– habrá quien le niegue esa palabra. [Putin, por ejemplo, que ha prohibido un artículo que escribió en 1953 sobre el Holodomor, el genocidio estalinista por hambre de millones de ucranianos].
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