A lo largo de la historia solo los avatares del pueblo gitano son comparables a los del pueblo judío. Como producto de sus diásporas, se han diseminado por millones en multitud de países conservando una insólita y profunda identificación con su cultura y sus orígenes. Ambos pueblos han tenido frecuentemente la condición de chivo expiatorio y han sufrido violencia, humillaciones, arbitrariedades y vejaciones de todo tipo, estigmatización, leyendas negativas y desprecio. Y como trágica culminación incalificable, el holocausto, que sacrificó a millones de judíos y cientos de miles de gitanos, lo que generó una inextinguible corriente universal de solidaridad ante esos genocidios.

Durante siglos, ambos pueblos han sido víctimas, con intensidad y frecuencia variables, pero nunca, en ningún lugar del mundo en que estuvieran instalados, han optado por mudarse en verdugos, en responder al odio con odio o a la violencia con violencia. Con estos antecedentes, la creación –por decisión de la ONU– del Estado de Israel permitía esperar la emergencia de un foco perdurable de paz, concordia y convivencia. Desgraciadamente, no ha sido así, para sufrimiento de israelíes y palestinos muy en primer lugar, y de millones de personas en todo el mundo (especialmente, las muchas que tienen sentimientos y afectos compartidos).

Es difícil comprender cómo el Gobierno de Israel puede ser insensible al dolor que causa a millones de palestinos. Y después de años de dolor y frustración, llegamos al conflicto actual que da lugar al título de este artículo, en que el terror se refiere a la matanza de Hamas y la barbarie a la respuesta del ejército de Israel. De acuerdo con los datos que la directora ejecutiva de Unicef citó en el Consejo de Seguridad de la ONU el 22 de noviembre, el número de niños israelíes asesinados fue de 35, y el de niños palestinos asesinados en Cisjordania sumaba 56, además de los más de 5.300 niños muertos en Gaza por los bombardeos del ejército israelí. Las víctimas civiles en Gaza más que duplican las que produjo la invasión de Irak, y se acercan dramáticamente a las que los bombardeos alemanes produjeron en Londres durante la Segunda Guerra Mundial­.

Ante las tragedias de las que somos espectadores vitalmente interesados, caben algunas consideraciones: a pesar de los graves antecedentes a los que se refirió el secretario general de la ONU, la agresión de Hamas es totalmente injustificable, y su resultado, con 300 soldados y más de 900 civiles asesinados y decenas de rehenes secuestrados, inadmisible, por más que resulte insólita la facilidad con que tal agresión fue perpetrada, en una frontera de tan alto riesgo.

La respuesta del ejército israelí, bombardeando poblaciones indefensas, es despiadada e inhumana y contraria al derecho­ internacional. El objetivo de eliminar­ a los milicianos de Hamas no puede justificar la muerte de miles de inocentes. Un fin legítimo no justifica medios ilegítimos.

Segunda sesión del debate de investidura de Pedro Sanchez, como presidente del Gobierno, en el pleno del Congreso de los Diputados.

La escalada de violencia del ocupante en Cisjordania muestra un supremacismo inconcebible por parte de colonos y soldados. La deshumanización del otro es palmaria, por más que sea igualmente semita, descienda igualmente de Abraham e invoque la paz con un término casi idéntico (shalom y salam). Del mismo modo, la inauguración de nuevos asentamientos ilegales es una provocación inadmisible. Muchas personas se han preguntado cómo un pueblo tan culto y avanzado como el alemán permitió emerger en su seno la maldad absoluta. Igualmente, es difícil comprender cómo el Gobierno de Israel, con su terrible experiencia secular de sufrimiento, puede ser insensible al dolor que provoca a millones de palestinos, cuya vida, salud y dignidad estarán en peligro mientras duren las hostilidades y más allá.

En un reciente artículo, Shlomo Ben Ami, exministro de Asuntos Exteriores israelí, afirmaba: “Hay que buscar una salida a este infierno moral”, desiderátum universalmente compartido. Ambos países, Israel y Palestina, tienen derecho a vivir en paz y seguridad, sin el temor permanente a la hostilidad cotidiana o al ataque imprevisto. Y ojalá algún día puedan trocar odio y menosprecio por fraternidad, y ofrecer al mundo toda la creatividad y la energía de dos pueblos valiosos, leales y resilientes. Sin embargo, la experiencia de estos decenios nos lleva a pensar que son más capaces de perpetuar el conflicto que de construir la paz.

Por ello, la comunidad internacional debería comprometerse en resolverlo, especialmente el único país que tiene la capacidad para ello, Estados Unidos (Europa, dividida, es irrelevante), con la colaboración de los ciudadanos israelíes opuestos a este Gobierno ineficaz y radicalmente inmoral. El objetivo sería establecer fronteras seguras y definitivas, previa descolonización de Cisjordania, y garantizar la integridad de los dos estados erga omnes, incluyendo –si fuera preciso– soluciones imaginativas (por ejemplo, la incorporación de Israel a la OTAN).  - colectivo Treva i Pau.