I - El almohadón del vagabundo. - Un vagabundo, un “sin techo”, que duerme, se despierta y malvive junto a una muralla romana de Barcelona, cuando se hace de día pone un cojín negro, uno de esos pequeños almohadones de sofá, a un lado del Paseo de la Muralla, con un bote de tomate vacío encima, a modo de corona real, para las monedas de los transeúntes. Pero se presentan las autoridades y el servicio de limpieza y se llevan el cojín negro: le advierten al vagabundo que un almohadón de sofá no puede obstaculizar el tránsito peatonal. El vagabundo no contesta, solo mueve la cabeza.
“Ni en la calle ni en casa se puede vivir tranquilo”, comenta alguien.
No hay lugar, no hay sitio libre para los vagabundos, ni para los enlutados por amor o desamor. Ni almohadones ni coronas de lata. Cuando la desesperación del alma se ramifica por dentro e invade todo el cuerpo, apenas si restan unas poca palabras gastadas, que no sirven para mediar ni compartir nada con nadie. Por eso los vagabundos y los enfermos de amor sienten siempre mucho frío y van muy abrigados: tienen el cuerpo y el alma tan frágiles que se vuelven quebradizos, como un fino cristal expuesto a una corriente de aire frío.
Como almohadones abandonados y coronas de lata, oxidadas, arrojados por el viento de una calle a otra.
II - Un estorbo - Era una mujer que se consideraba un estorbo, un trasto inútil, como una cosa vieja que estaba de más y sobraba.
A las 10 de la noche bajaba a la calle con una silla y se sentaba a esperar.
Esperaba que llegara, con puntualidad, el camión de los trastos viejos, y a ver si esta vez tendría más suerte, se decía, y querrían recogerla, llevarse en el camión de los trastos viejos toda la vida que se le había ido acumulando, envejeciendo por los rincones de la casa. Pero los del camión no le hacían caso, ni miraban siquiera aquel bulto que se movía en una silla, y pasaban de largo. Entonces, subía otra vez por la escalera, con la silla a cuestas. Hasta el día siguiente, a las 10 de la noche, que bajaba otra vez a la calle para esperar de nuevo al camión de los trastos viejos. Volvería a intentarlo, un día tras otro. Porque ella tenía en su casa toda una vida muerta que sobraba, que era una basura, un estorbo, les decía, e insistía para que lo recogieran todo y se lo llevaran cuanto antes, lejos de aquí, lejos de su casa, donde ya todo había muerto. Ella también, aunque nadie se diera cuenta, ella también había muerto, estaba muerta, ¿no querían llevárselo todo, por favor?
III - Como una hormiga - Viene por detrás y se pone a mi lado, en un taburete de la barra del bar. Nos conocimos hace unos cuantos días, y siempre me sorprende: hoy me dice que se siente como una hormiga.
Pero que hay una diferencia entre ellas, las hormigas, y él. A simple vista, dice, si uno las observa bien, puede ver que corren en zigzag, como sin rumbo. Aunque no es así. Ellas corren en busca de algo, alimento o la ruta de su nido, el hormiguero. Aquel zigzag, pues, que parece una correría alocada, siempre tiene una finalidad, un destino. Él, por el contrario, que anda también en zigzag por un enorme territorio, no sabe a dónde va, cuál es su destino. De todos modos, dice, tampoco le importa mucho a donde le lleve ese vagabundear, ese recorrido sin sentido. Sea cual sea el punto de llegada, ya sabe que no encontrará lo que ha perdido. Nunca.
Albert Tugues - cafemontaigne.
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