Los filósofos, cuando analizan la historia, al explicarnos sus teorías sobre los cambios culturales, omiten a menudo aquellas cosas menores, que en principio no tienen ninguna importancia, pero a través de las cuales se adivina lo que determina su porvenir.
Eso es lo que son las culturas y se ve en las creaciones del hombre: la arquitectura, la pintura, la literatura o la filosofía. Algunos han avisado, o mejor dicho, nos han dicho que hemos entrado de pleno en la decadencia como sociedad, como concepto ético y cultural de sociedad. Lo han advertido a tiempo pero no se les ha querido escuchar; de la putrefacción mental del conjunto de nuestra sociedad, del absurdo consumismo en que nos hemos instalado, frenado sólo por la crisis, pero sólo eso, frenado, a la espera de volver a emerger.
Han advertido a tiempo que esta banalización superficial de toda una sociedad era un indicio claro de su decadencia, manifiesta ya ahora, cuando poco hay a hacer y el remedio es difícil, por no decir imposible. Cuándo hablaba al principio de este artículo de las cosas menores, insignificantes, me refería a que el aviso, el mensaje hace tiempo que estaba ahí y nadie lo quería ver. O es que no es un claro, un diáfano aviso la degradación de la programación de la televisión, la pérdida del propio lenguaje o los pobres resultados de los niños en la escuela. La obsesión casi general para viajar cuando más lejos mejor, no importa donde, lo importante no es ir, es explicarlo a la vuelta. El aparentar en función de coches grandes, casas adosadas, segundas residencias, toda una ostentación banal y cara de mantener, desmesurada y que nos ha llevado hasta la situación actual.
Esta obsesión de hacerse rico, de ganar mucho dinero cuando más pronto mejor y de cualquier manera. La prisa, prisa para no acabar llegando a ningún sitio, a menudo. Todo tiene que ser en el instante y tiene que funcionar como uno reloj, no hay tiempo para digerir nada, para disfrutar, para racionalizar, para soñar, para el ir haciendo sin prisa.
Y no es también un aviso claro la desaparición de los referentes culturales, absorbidos por el dinero fácil del éxito mediático, o quizás porque en realidad ya no hay, o no los podemos escuchar. Todo es superficial, inocuo, sin contenido, es como estos regalos inútiles que te hacen, que lo más bonito es el envoltorio, y lo que hay dentro de no es gran cosa o simplemente nada, por no decir una mierda.
Hemos descendido hasta el infierno de la banalidad, de la superficialidad y hemos perdido las referencias, aparte de todo aquello que representaba la tradición de los mayores. Extraña esta sociedad que desprecia tradiciones recientes como si le diera vergüenza, todo es ya antiguo, obsoleto, escondámoslo en un rincón oscuro de la memoria, no toca, no es bastante moderno. Priva aquello que es instantáneo y si puede ser con la ley del mínimo esfuerzo. El sacrificio, la constancia, la tenacidad no son valorados ni mucho menos se contemplan como referencia. Todo nuestro pasado lo hemos archivado, el presente se esporádico y el futuro muy incierto. Agoniza pues la cultura de toda una sociedad inmersa en su decadencia. Tiene razón Steiner en su diagnosis, Europa está enferma, no es más que un Balneario decadente, y huele mal, a dinero, a banalidad y a hastío, con crisis o incluso sin ella.
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