Un hombre, ya mayor, internado en un hospital, mantiene breves conversaciones con una enfermera mientras contempla la transparencia del antibiótico que entra, gota a gota, en su cuerpo, como el agua del manantial, sin prisa por llegar a ninguna parte. Mirando por la ventana, observa cómo despuntan las hojas nuevas de un viejo fresno. Como el árbol que, pese a la edad, celebra el aire de la primavera que se acerca, el enfermo imagina que no está en un hospital sino en un paseo, frente a una playa, en un lugar de vacaciones donde le sirven zumos de fruta, le dan masajes cardíacos y le permiten largas curas de sueño. 
El enfermo es Adam Zagajewski, aunque la enfermera le llama señor Zajewski. Es un poeta sencillo y profundo a la vez. Dos cualidades muy difíciles de trenzar, ya que, con frecuencia, la sencillez se convierte en simplicidad, mientras que la profundidad tiende a caer en la abstracción. Adam Zagajewski sabe idear puntos de fuga, pequeñas anécdotas explicadas al oído de los lectores, de los que arranca, a la vez, una honda mirada sobre el oficio de vivir. Dominado por los agradables pensamientos primaverales, el enfermo oye, de lejos, el rugido de la masa de un estadio de fútbol. Juegan los rojos contra los azules. Mientras los bárbaros cánticos y los insultos se imponen en el estadio, el enfermo descansa en la tranquilidad y el silencio de la clínica, aferrado a la luz primaveral. Aliviado por la lejanía del estadio, el poeta concluye: “No tomo parte en esta batalla”. De su mano, en estos días de tanta ira (¡la rabia de la política, infatigable!), lo digo yo también: no nos arrastrarán al griterío salvaje, no, esta vez no. Es vomitivo. Ya basta. 
Para silenciar la rabia del estadio, basta con el refugio de unos buenos versos. Con la visión de un árbol de hojas nuevas. Con el gozo de reencontrar, por fin, charcos de agua en los caminos. - Antoni Puigverd.
 

En ciudades ajenas venimos al mundo
y las llamamos patria, más breve es
el tiempo concedido para admirar sus muros y sus torres.
Caminamos de este a oeste, ante nosotros rueda
el gran aro del sol
ardiente, a través del cual, como en el circo,
salta ágilmente un león domado. En ciudades extrañas
contemplamos las obras de viejos maestros
y, sin asombro, en añejos cuadros vemos
nuestros propios rostros. Habíamos existido
antes, e incluso conocíamos el sufrimiento,
nos faltaban tan solo las palabras. En la iglesia
ortodoxa de París, los últimos rusos blancos,
encanecidos, rezan a Dios, varios lustros
más joven que ellos y, como ellos,
impotente. En ciudades ajenas
permaneceremos, como los árboles, como las piedras.

                                                         Adam Zagajewski