Año 1845. Un actor recibe la propuesta de representar una obra de teatro. En el tercer acto, su personaje hace una apuesta con la ruleta rusa y la gana. Sin avisar ni a sus compañeros ni al director, el actor decide introducir una bala de verdad en el cargador. Durante muchos días, se juega la vida en el teatro. Aunque con una suerte extraordinaria: la fatídica bala nunca sale disparada. Un día, el actor se despierta con gripe y alta fiebre. Avisa al director, que llama a un sustituto, quien, felicísimo por la oportunidad que le dan, memoriza el papel, se reviste con las ropas del actor, coge su pistola y actúa maravillosamente. Hasta el tercer acto. La bala sale disparada y lo mata.

La anécdota resume el aire de nuestro tiempo. Parece que estemos en un teatro en el que la realidad no cuenta. Todo es ficción y sentimiento, todo puede deconstruirse. Nada importa. Ahora bien: hay una bala en la recámara. Cada día que pasa, la desdicha de Gaza y Ucrania se extiende un poco más. Vemos la sangre en pantallas de plasma, pero corre de verdad. La sangre empapa la tierra. El viento conduce a todas partes el polvo de los bombardeos. Nuestra política está acostumbrada a la destrucción del adversario. La palabrería del odio se ha hecho tan habitual que no parece sino un decorado, como las paredes de un vagón de metro ensuciado por los sprays. Pero el odio se acumula como un virus en nuestro teatro. Infecta nuestras vidas.

En 1914 también corría ese mal aire. El gas de la tensión se expandía. Los optimistas no le daban importancia. Los odiadores no cesaban en su empeño. Bastó con un solo fanático: en Sarajevo, convirtió el odio en bala. Aquella bala desató una guerra mundial. El mundo había progresado mucho. La revolución industrial triunfaba. Por primera vez en la historia, la muerte fue fabricada industrialmente. Causó millones de víctimas inocentes. - Antoni Puigverd.