SOBRE UN TEMA QUE NO INTERESA

Hoy, ahora mismo, en este preciso instante, las tropas tienen la ciudad rodeada. El ataque es inminente. Del casi millón de personas que están dentro, muchos son refugiados de lugares que las mismas tropas ya han arrasado. Los antecedentes indican que miles de civiles –hombres, mujeres y niños– sufrirán muertes atroces e indiscriminadas.¿De dónde hablamos? ¿De Rafah? ¿De la ciudad palestina en Gaza que los israelíes amenazan con pulverizar? Pues no. Entonces… ¿será Járkiv, la ciudad en Ucrania a la que se acercan las tropas rusas?. Tampoco. Ni Rafah ni Járkiv. Hablamos de El Fasher, una ciudad en Darfur, en el sudoeste de Sudán, región que habitan los seres humanos más aterrorizados del mundo.  John Carlin en la vanguardia.

Ya, ya. Lo sé, estimados lectores y lectoras. Se me van. A otra columna, a otra sección del diario. Mínimas ganas de seguir leyendo. A muy pocos les interesa esto. Y, sí, claro. Lo veo. A lo que aspiro es a que se me lea, y por eso fue que me lo pensé varias veces antes de optar por escribir una columna sobre un lugar que no todos podríamos identificar en el mapa. 

¿Por qué he decidido centrarme hoy en los horrores de la guerra civil en Sudán? ¿Por qué no ir a tiro fijo y contarles, como había estado pensando, sobre las ridiculeces del movimiento woke, centrándome en la historia de una mujer en Inglaterra de origen japonés que demandó ante un tribunal por racismo a una mujer de origen anglosajón por haberle preguntado si le gustaba el sushi? ¿U, otra opción que tenía sobre la mesa, reflexionar a raíz del atentado esta semana contra el primer ministro eslovaco sobre los peligros que la dichosa “polarización” representa para la democracia y para la paz?

Lo confieso: he elegido Sudán más por egoísmo que por periodismo. No pensando en el público que paga dinero para leer este diario, sino como un ejercicio de terapia personal, para apaciguar mi conciencia. Hoy no les ofrezco ni sopa ni carne ni tarta de chocolate. Les ofrezco medicina, de aquella que sabe tan mal que nos hace cerrar los ojos y poner cara de asco.

Bueno, vamos. A los masocas que aquí siguen les presento un general sudanés de origen árabe llamado Mohamed Hamdan Dagalo, más conocido como Hemeti . Es el líder de las Fuerzas de Apoyo Rápido, curioso nombre de una de las dos partes en la guerra civil que estalló hace un año con un coste, tal es el caos y agotamiento en Sudán, de nadie sabe cuántas vidas. Podrían ser 15.000. Podrían ser 100.000. O quizá más. Lo que parece que sí sabemos es que las fuerzas que lidera Hemeti son aún más sanguinarias que las fuerzas armadas oficiales sudanesas que lidera su rival, también un general árabe, llamado Abdel Fattah al Burhan. Se trata de una lucha de poder pura y personal, limpia de cualquier causa o ideología o propuesta social (un poco como la política estos días en países avanzados como España o Estados Unidos).

En ambos casos las principales víctimas son civiles negros, de etnias no árabes sino africanas. Resulta que la guerra civil sudanesa posee un punto importante e indisimulado de racismo. Los guerreros de Hemeti tienen la costumbre de referirse a sus víctimas, entre otras cosas, como “esclavos”, lo que muchos realmente fueron hasta no hace mucho (noticia para algunos: el racismo no solo lo practican las personas de piel blanca; la esclavitud no fue monopolio exclusivo de los imperios occidentales).

Empecé a ponerme al día sobre la barbarie en Sudán tras leer un extenso informe esta semana del organismo de derechos humanos Human Rights Watch. Luego repasé una docena de artículos en lugares más bien remotos de la web y hablé el viernes con un alto funcionario de la ONU encargado de distribuir ayuda humanitaria internacional.

Un típico ejemplo de las docenas de atrocidades que enumera Human Rights Watch: en el transcurso de quemar edificios, saquear casas y violar a mujeres en El Geneina, la capital de Darfur Occidental, las tropas del general Hemeti entraron hace unos meses en una pequeña clínica improvisada y mataron a 23 de los 25 pacientes. Una mujer sobrevivió, terriblemente herida; un hombre también, salvajemente torturado. Otro ejemplo, más genérico, relatado por testigos: “Primero mataron a los hombres, luego a las mujeres y finalmente amontonaron a los niños y los fusilaron. Tiraron sus cuerpos al río”. Ecos aquí de un genocidio cuyos detalles conozco bien, el de Ruanda en 1994.

Aquí van unos números de la ONU: ocho millones de sudaneses han tenido que abandonar sus hogares; 20 millones de niños no pueden ir al colegio; 18 millones, más de la tercera parte de la población, pasan hambre, y cinco millones están al borde de la hambruna (A muchos no les queda más remedio que competir con las cabras y comer pasto). En los últimos 30 años de casi permanentes conflictos en Sudán se estima que han muerto, por violencia o por desnutrición, unos 2,4 millones, como 15 veces más que en los conflictos de Israel-Palestina desde 1948. El funcionario de la ONU me dijo, desesperado él, que para los pocos fuera de Sudán que les interesa, el foco hoy está puesto en El Fasher, rodeada por las tropas exterminadoras del general Hemeti. Como en Rafah, las Naciones Unidas han hecho sus piadosas declaraciones y Estados Unidos ha pedido una pausa para evacuar a los civiles, pero Hemeti les hace incluso menos caso que Netanyahu, el primer ministro israelí. La embajadora de Estados Unidos en la ONU avisa que El Fasher está “ante el precipicio de una enorme masacre”.

¿Qué hacer? ¿Más declaraciones más contundentes, de más países, quizá? ¿Un poco de presión a aquellos que suministran armas a las partes en el conflicto, como Irán a las del general Al Burhan o (aunque lo niegan) los Emiratos Árabes Unidos a Hemeti? Hay abundantes pruebas contra los EAU, los dueños del Manchester City, equipo de fútbol que con casi toda seguridad se coronará campeón de Inglaterra hoy. ¿Quizá los jugadores del City o los fans del estadio Etihad podrían ofrecer algún gesto de solidaridad con los que están a punto de morir en El Fasher?

Ya. Lo sé. Es mucho pedir. Como lo habrá sido llegar hasta aquí, el final de esta columna. Gracias. Algo hemos hecho, aunque solo sea reconocer que ningún hombre es una isla, que las campanas suenan para todos.

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