Vertiendo de los ojos le vi copiosísimo llanto en la isla y palacio que habita la ninfa Calipso; por fuerza le retiene ella allí sin que pueda volver a su patria. Homero, Odisea

«¿Terminaremos todos trabajando para una máquina inteligente, o la máquina funcionará con personas inteligentes alrededor?» Esta pregunta me la hizo en 1981 un joven gerente de una fábrica de papel, entre el plato de bagre frito y el postre de pastel de nuez pacana que me comí la primera noche que pasé en la pequeña localidad sureña donde se encontraba su gigantesca factoría y donde me iba a encontrar yo de forma periódica durante los seis años siguientes. En una noche lluviosa como aquella, fueron esas palabras suyas las que me inundaron el cerebro y ahogaron casi al momento el cada vez más rápido repiqueteo de las gotas que caían sobre el toldo bajo el que se ubicaba nuestra mesa. Advertí en ellas las más ancestrales preguntas de la política: ¿patria o exilio?, ¿señor o súbdito?, ¿amo o esclavo? Todas ellas son temáticas eternas relacionadas con el conocimiento, la autoridad y el poder que jamás lograremos zanjar de una vez por todas. No hay un fin de la historia: cada generación debe afirmar su voluntad y su imaginación ante nuevas amenazas que nos obligan a juzgar de nuevo la misma causa en cada época sucesiva.
Acaso porque no tenía allí a nadie más a quien preguntar, la voz del gerente sonaba cargada de cierto apremio y frustración: «¿Qué va a suceder? ¿Qué camino se supone que debemos seguir? Tengo que saberlo ya. No hay tiempo que perder». Yo también quería saber las respuestas, así que empecé a trabajar en el proyecto que, hace ya treinta años, se convirtió en mi primer libro: In the Age of the Smart Machine: The Future of Work and Power [En la era de la máquina inteligente: el futuro del trabajo y del poder]. Esa obra terminaría siendo el capítulo inicial de lo que se convertiría en toda una vida de búsqueda de una respuesta a la pregunta «¿puede el futuro digital ser nuestro hogar?».
Muchos años han pasado desde aquella cálida velada sureña, pero las preguntas ancestrales vuelven ahora a retumbar en el ambiente con una inusitada insistencia. El ámbito de lo digital está conquistando y redefiniendo todo lo que nos es familiar antes incluso de que hayamos tenido ocasión de meditar y decidir al respecto. Hacemos pública exaltación del mundo conectado en red por las múltiples formas en las que enriquece nuestras capacidades y posibilidades, pero ese mundo también ha engendrado territorios completamente nuevos de preocupación, peligro y violencia, al tiempo que se ha ido desvaneciendo toda sensación de que el futuro sea predecible.
Cuando ahora formulamos esas preguntas más ancestrales, son miles de millones de personas de todo estrato social, generación y sociedad las que deben responderlas. Las tecnologías de la información y la comunicación están ya más extendidas que la electricidad y llegan a 3.000 millones de los 7.000 millones de personas que hay en el mundo.  Los dilemas entremezclados sobre el conocimiento, la autoridad y el poder ya no se circunscriben a los lugares de trabajo como se circunscribían en la década de los ochenta. Sus raíces se hunden ahora profundamente y subyacen a las necesidades de la vida cotidiana, y median en casi todas las formas de participación social. 
Parece que era ayer mismo cuando se nos antojaba aún razonable centrar nuestras preocupaciones en los retos planteados por un lugar de trabajo informacional o por la sociedad de la información. Ahora, sin embargo, nos vemos obligados a plantear esas preguntas más ancestrales en el marco más amplio posible, ese para el que no existe mejor término definitorio que el de civilización o, más concretamente, civilización informacional. ¿Será esta civilización emergente un lugar que podamos considerar nuestro hogar?
Todas las criaturas se orientan en función de su hogar. Es el punto de origen desde el que toda especie fija su dirección y rumbo. Sin ese rumbo bien orientado, no hay modo alguno de navegar por aguas desconocidas; sin nuestra orientación, estamos perdidos. Esto es algo que me recuerdan todas las primaveras la misma pareja de colimbos cuando regresan de sus viajes lejanos y se instalan en la cala que se divisa desde la ventana de nuestra casa. Sus hechizantes graznidos, verdaderas expresiones de bienvenida, de renovación, de conexión y de protección, nos arrullan por la noche, pues nos hacen saber que también nosotros estamos en el lugar que nos es propio.
La sensación de alejamiento o desaparición del hogar nos causa una añoranza insoportable. Los portugueses tienen una palabra para ese sentimiento: saudade, un término que, al parecer, capta la nostalgia y el anhelo que, desde hace siglos, produce en los emigrantes separarse de su patria. Ahora, las alteraciones propias del siglo xxi han convertido esas delicadas ansiedades y anhelos en un relato universal en el que estamos sumergidos todos y cada uno de nosotros.

 
  Shoshana Zuboff -(pdf)
   La era del capitalismo de la vigilancia