Lo explica Tomás Alcoverro en su artículo dominical en la vanguardia: El 4 de agosto de 1964 publiqué mi primer artículo en este diario: hoy hace sesenta años que escribo ininterrumpidamente en La Vanguardia, y siempre en la sección de Internacional. Una primera y definitiva reflexión: seis décadas después, el prestigio de la letra impresa ha sido barrido por la contundencia del instante.
Entré en aquella tan añorada redacción de la calle Pelai de la mano de Santiago Nadal, su redactor jefe y editorialista de Destino , que me abrió de par en par el amplio camino del periodismo. Y coinciden estos sesenta años (ese primer artículo era un perfil de Aldo Moro) con mi renovada estancia en Beirut, mi ciudad, que nunca abandonaré, siempre amenazada en este Oriente Medio cada vez más desgarrado.
Entré en La Vanguardia con ganas de escribir, de andar por el mundo, de ser corresponsal. Desde la Primera Guerra Mundial, la familia Godó apostó por la amplia información internacional, apuesta que dio prestigio y negocio al diario. Cuando me hicieron redactor de plantilla fue como si hubiese ganado una oposición. Gracias a mi trabajo de corresponsal, he vivido dignamente y siempre en libertad. A Augusto Assía, el gran director Horacio Sáenz Guerrero lo llamaba “el príncipe de los corresponsales”. Ángel Zúñiga, desde Nueva York, como Carlos Sentís o Tristán La Rosa desde las capitales europeas, constituían la aristocracia de la profesión. Lluís Foix, evocando aquel tiempo de esplendor, habló de “su excelencia el corresponsal”. Entonces, los corresponsales eran los ojos y los oídos de los medios de información. Eran una necesidad imprescindible en un mundo más ensimismado y desconocido.
Geográficamente, siempre me sentí atraído por los pueblos mediterráneos, Grecia, Oriente Medio y también por Francia. Soy francófono, levantino, entre varias culturas y lenguas, periférico y marginal, como tiendo a presentarme.
Tecnológicamente, me he adaptado bien que mal a los revolucionarios cambios de las nuevas técnicas de trabajo instantáneo. El telex –instrumento entonces imprescindible de transmisión, gran desconocido de los jóvenes periodistas de hoy– fue definitivo en nuestra profesión hasta el extremo de que alquilé, y más tarde adquirí, el piso en el que sigo viviendo en Beirut porque era paredaño al hotel Commodore, que en aquellas décadas de la guerra civil libanesa garantizaba que pudiese transmitir las crónicas y reportajes (me costó casi lo mismo el piso que obtener el decreto presidencial que me certificaba como propietario).
Beirut ofrecía el mejor ambiente para los corresponsales extranjeros. Sin censura, absoluta libertad de información, ambiente muy liberal y occidentalizado, facilidad de contactos y comunicaciones, fue el centro indiscutible de los corresponsales extranjeros y del espionaje internacional.
En el mundo árabe, donde tantas décadas he trabajado, existe una cierta propensión a considerarnos a veces sospechosos de espiar para Israel. Una tendencia que a veces, como en el caso de mi antiguo vecino, Roger Auque, corresponsal de La Croix , fue corroborada con la publicación de su libro póstumo, en que confesaba haber trabajado para el Mossad.
Sesenta años después sigo sin creer en aquella tan manida frase de Ryszard Kapuściński de que para ser buen periodista tienes que ser buena persona.
Ser corresponsal en Beirut es y ha sido fácil porque hay una libertad indiscutible de información, nunca ha existido la censura. Han abundado los órganos de noticias de todas tendencias políticas, la prensa goza de una libertad inusitada en esta parte del mundo, prensa privada, no estatal, como en la mayoría de países de la región. Contra viento y marea, contra todas las catástrofes y todas las jubilaciones, no abandono Beirut, una de esas ciudades que –como escribió en los años setenta Federico Palomera– “tienen nombre de puta exótica”.
No quiero abandonar esta ciudad tan desgraciada. Y repetiré hasta el final esta plegaria que un día escribí: “Beirut, porque estalla en el aire como un castillo de fuegos artificiales y queda agarrada firme en la orilla del mar, porque es la frontera entre todos los sentimientos y eso tan superficial que son las ideas, porque es el infierno, la imaginación, la ternura y la esperanza, porque cada día parece morirse irremisiblemente y surge después en una nueva aurora roja, porque todos la desahucian y nadie la arranca de su corazón, Beirut es mi ciudad”.
Esa edad de oro de los corresponsales, que tuve la suerte de vivir intensamente, ha quedado sepultada para siempre. Mientras pueda, no dejaré nunca de escribir en La Vanguardia, colocando siempre la letra por delante del instante.
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