Dolors era viuda y llevaba una vida discreta. Pasaba de los noventa. La veía pasear por el barrio a paso lento, aunque todavía seguro. Menuda, tenía un rostro agradable, perfilado, de nariz elegante y sonrisa persistente. Nos conocíamos poco. Años atrás, uno de sus hijos tuvo un problema y ella creyó que yo podía contribuir a resolverlo. Hice lo que pude. Esto nos aproximó. Si nos veíamos por la calle, hablábamos. Siempre estaba contenta. Visitaba la inmensa colección de nietos repartidos por el país, le encantaba la música, el mar y el chocolate. Cada miércoles, se encontraba con unas amigas en el restaurante de menú de Joan.
También está siempre contento, Joan. Por eso hay tanta gente desayunando o almorzando en su local. Un centro cívico no haría mejor función social en el barrio que el bar de Joan. Su simpatía, que oculta el dolor por la muerte de su mujer, tan joven, es algo más que contagiosa: pacificadora. Gente muy diversa, frecuentan su bar: militares, bibliotecarios, empleados de telefónica y de La Caixa, periodistas de la radio local, entre otras muchas procedencias. En los años del procés, la división se palpaba y Joan, que nació Juan, hacía lo posible por calmar los ánimos. Si bajo el calor, se habla de refugios climáticos, el bar de Joan se convirtió, bajo aquel clima pasional, en el refugio de la tolerancia.
La verdadera felicidad es barata; si es cara, no es de buena calidad
En el funeral de Dolors nos reunimos familiares, amigos y vecinos para lamentar la pérdida de su sonrisa, que brillaba sobre el barrio como una estrella pequeña, casi imperceptible. Al salir de la iglesia, después de conversar un rato con hijos y nietos de Dolors, entré en el bar de Joan para seguir hablando de ella. Juan se reía evocando las bromas que se gastaban. Dolors se ha ido deprisa, sin molestar. Una infección, una caída y un final suave, rodeada por toda la familia. Nada hizo que pueda ser considerado públicamente reseñable, pero era una delicia hablar con ella y dejarse contagiar de su joie de vivre . En esa época, tan incierta y crispada, la persistencia de su sonrisa, por discreta que fuera, era una maravilla. Lo dejó escrito Chateaubriand en sus memorias: la verdadera felicidad es barata. Si es cara, no es de buena calidad. - Antoni Puigverd en la vanguardia.
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