El océano y el horror que vivió en el corazón de África forjaron un escritor extraordinario. Hace más de un siglo, el marinero polaco Josef Teodor Konrad Korzeniowski llegó a Congo para trabajar como capitán de un barco de vapor que remontaba el gran río africano. Se encontró el infierno. El Estado Libre de Congo, como lo había bautizado en 1885 el rey belga Leopoldo II, se había convertido en el vergel personal del monarca que, lejos de cumplir su autodeclarada misión de llevar el progreso y la civilización a la región, además de abolir la esclavitud, había convertido aquel pedazo de África en la máxima expresión de la codicia y la crueldad humana. Más que un país bañado por un río, el joven Korzeniowski se topó con una engrasada maquinaria de muerte y expolio. En aquel río, los enviados del monarca explotaban sin misericordia a unos nativos obligados a entregar cuotas semanales de caucho o de marfil y a los que castigaban con la amputación de pies o manos (de los trabajadores o de sus hijos), si no cumplían con las cantidades exigidas. Si alguna aldea se rebelaba ante el abuso, se quemaban pueblos enteros y se torturaba, violaba o asesinaba impunemente a quienes levantaban la voz. Aunque Korzeniowski había firmado un contrato de tres años, apenas seis meses después de llegar, y tras navegar el río Congo una sola vez, dimitió desesperado por el nivel de violencia que había presenciado. En su regreso a Europa, no viajó solo: en su maleta llevaba un diario lleno de notas que, casi una década más tarde, en el año 1899, se convertiría en una novela por entregas de la revista londinense Blackwood’s Magazine. Para entonces, aquel marinero polaco había abrazado el inglés para la escritura –su tercera lengua tras el polaco y el francés–, y había cambiado su nombre por Joseph Conrad. Aquellas notas congoleñas apresuradas, que luego fueron textos por fascículos, se transformaron finalmente en la novela El corazón de las tinieblas, una de las mayores obras de la literatura moderna y la más influyente del escritor, fallecido hace 100 años.
Con una brillante economía de palabras y una delicada psicología en el trasfondo de sus escritos, Conrad publicó trece novelas y dos libros de memorias, –entre las primeras destacan otras obras maestras como Lord Jim o La línea de la sombra– en los que abordó los grandes dilemas de la época y se asomó a la complejidad humana y a las oscuras tormentas del alma. Polémico, escéptico y honorable, Conrad renovó los cimientos de la novela en obras como Victoria, salpicada de saltos temporales y la riqueza de conciencia de sus personajes, o en su denuncia sobre el imperialismo estadounidense en América Latina en Nostromo, pero su libro sobre la experiencia en el río Congo donde reflejaba su repulsa de la colonización belga le situaron como uno de los grandes escritores británicos y no británicos de todos los tiempos. Controvertido cuando se publicó y aún ahora, El corazón de las tinieblas, que Jorge Luis Borges describió como “acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”, ha influido en decenas de autores como F. Scott Fitzgerald, Gabriel García Márquez, George Orwell, Mario Vargas Llosa, D.H. Lawrence, Graham Green, Joseph Heller, Albert Camus y Virginia Woolf. También inspiró el filme del director de cine Francis Ford Coppola del año 1979, Apocalypse Now, que renovó la fascinación del texto de Conrad situando la película en Vietnam y no en África.
En su obra más universal, Conrad utiliza al capitán Charlie Marlow, un personaje que circula en las páginas de otros de sus libros como Juventud, Azar o el citado Lord Jim, que narra a un grupo de amigos su viaje al río Congo, donde debió cumplir la misión de rescatar a Kurtz, un agente comercial exitoso que había enloquecido en las entrañas de la selva congoleña. Durante la navegación por un río “fascinante y mortífero como una serpiente”, Marlow descubre el espanto y la barbarie perpetrada por los europeos en tierras africanas y es testigo de, como el propio Conrad definió, “la más vil rapiña que jamás haya desfigurado la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica”.
Conrad presenció en África una maldad que le trastornó y que inspiró su obra maestra
Pero la obra del autor británico, en la que no cita expresamente al Congo ni ninguna ciudad o punto exacto del río, no es solo la denuncia de que las tinieblas no están en el interior de la selva congolesa sino en el corazón de unos europeos que exterminan sin piedad en nombre del progreso y la civilización, también es una ventana desde la que asomarse a la locura primitiva y el mal ancestral. A Conrad la experiencia le cambió la vida –“antes de Congo yo era solo un animal”, dijo–, y salpica así su gran obra maestra de frases quirúrgicas sobre las profundidades de la condición humana, como cuando Marlow observa la jungla fascinando y la describe como “una selva grandiosa e invencible, como el mal o la verdad” o cuando, en su intento de rescatar al enajenado Kurtz, reflexiona: “Vivimos igual que soñamos: solos”.
Marlow avanza por el río hechizado por un mundo caótico, atávico y enigmático que se desmorona ante sus ojos y donde han desaparecido conceptos como la ética o la justicia. “Éramos vagabundos en tierra prehistórica, en una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Podíamos haber soñado que éramos los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita...”, dice. El protagonista, como cualquier que haya navegado el gran río congoleño, es consciente de la imposibilidad de comprensión de una tierra indomable: “La esencia de este mundo yacía bastante por debajo de su superficie, más allá de mi alcance, y más allá de mi poder de intromisión”. A medida que avanza por el río, Marlow se sumerge en la maldad.
Cuando finalmente encuentra a Kurtz, un perturbado que se ha convertido en una suerte de semidios entre los nativos, Marlow condensa la oscuridad humana en aquel hombre. “…la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya, por medio de inconcebibles ceremonias de algún tipo de iniciación demoníaca”.
El corazón de las tinieblas ha recibido también críticas afiladas, como la del también gigante de la literatura universal, el nigeriano Chinua Achebe, quien definió la obra de Conrad como “un libro ofensivo y deplorable”, le acusó de estar “cegado por la xenofobia” y de promover una imagen de África que “despersonalizaba a una porción de la raza humana”.
El autor se asoma en sus textos a la complejidad y la oscuridad humanas
Pese a las palabras afiladas de Achebe, quien escribió su obra maestra Todo se desmorona por el enfado tras leer a Conrad, en su momento El corazón de las tinieblas fue una herramienta clave para reforzar los movimientos de protesta que clamaban en Europa contra la barbarie perpetrada por el monarca belga en África y que posteriormente obligó al rey Leopoldo II a “ceder” (luego se supo que a cambio de sumas ingentes de dinero) al estado belga sus posesiones en el continente. El periodista Edmund Morel, uno de los nombres más destacado en la lucha contra los desmanes del monarca en Congo, se refirió a la novela de Conrad como “el texto más poderoso escrito nunca sobre la cuestión”.
De infancia desdichada y huérfano precoz (su revolucionario padre fue deportado a hacer trabajos forzados a Siberia y su madre murió de tuberculosis poco después), Conrad aprendió como marinero, en océanos y ríos, los secretos del alma humana y se convirtió en un escritor descomunal, capaz de condensar la oscuridad del ser humano en cuatro palabras, quizás las más famosas que jamás escribió: “¡El horror! ¡El horror!”. Ignacio Aldekoa en la vaguardia.
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