EL IKIGAI DE PERFECT DAYS


En verano no solían verse en televisión películas interesantes, pero eso era antes de la competencia entre cadenas televisivas. En Movistar+ uno se decanta por destacar una película como Perfect days (2023), porque nos recuerda, además de ser emocionante, que la vida puede ser otra cosa. El filme de Wenders, sin levantar la voz, de forma modesta, resulta un conmovedor canto a la existencia más sencilla. El foco lo pone en la rutina de los días laborables, esos que acaban por tener razón, como decía Gil de Biedma. Días auténticos y propios. Días perfectos. Más nuestros que esos otros en los que todo parece trascendente, histórico y también ajeno.

El proyecto arrancó como un producto de encargo. El veterano director alemán fue tanteado por el ayuntamiento de Tokio para realizar algún tipo de obra audiovisual -un cortometraje, un documental, algo- que dignificara los impolutos y muy modernos retretes públicos de la capital nipona. Y Wenders intuyó ahí, a pesar de lo prosaico y singular del encargo, una oportunidad de acercarse al zeitgeist del momento: una forma de atrapar, en la sencillez, al espíritu de la época. Para empezar, se puso en contacto con el escritor Takuma Takasaki y el proyecto arrancó a caminar. Necesitaba ayuda en el punto de vista japonés.

Del encuentro entre ambos, cineasta y escritor, nació la película tal como la conocemos. Dos visiones diferentes pero complementarias que se evidencian en Hirayama, el protagonista. Un hombre de unos sesenta años, limpiador de lavabos públicos, japonés occidentalizado, aficionado a la lectura de Faulkner y las canciones de Van Morrison. Hirayama hace lo mismo cada día, con monotonía. Pero también con alegría. Sin esperanza ni desesperación. En su vida espartana intuyes un pasado del que no sabes nada. Un personaje así, tan limitado, podría parecer poco interesante y aburrido, pero, a la luz de la cultura nipona, cobra toda una nueva dimensión llena de matices, poliédrica.

Lo más importante de la figura de Hirayama -del filme entero- es el deseo de autenticidad. Eso que en Japón llaman Ikigai, el sentido de la existencia, aquello por lo que realmente vale la pena vivir. El Ikigai implica un viaje de autoconocimiento: una exploración personal que requiere tenacidad y paciencia. Algo así como el existencialismo francés pasado por la inevitabilidad zen. Aunque más allá de la filosofía, Wenders se aferra a la profunda humanidad de Hirayama. Un personaje que hace del “más es menos” -menos palabras, menos gestos, menos todo- la definición de su forma de estar. Perfect days resulta así tan emocionante como lo fue en su momento El cielo sobre Berlín (1987), pero sin su angustia, y tan significativo como París, Texas (1984), por citar otro de los grandes títulos de Wenders, pero sin aquella dolorosa poesía del abandono.

No se entendería el personaje principal sin el actor que lo encarna: Kôji Yakusho. El actor te emociona cuando, en su habitual mutismo, transmite una paz que envidias con una simple sonrisa de aceptación. En su simplicidad, incluso en su rutina vital, resulta un hombre feliz. Hirayama, su personaje, limpia los lavabos públicos por el gusto del trabajo bien hecho. 

La recompensa la encuentra en un rayo de sol a destiempo; una fotografía -siempre analógica- de una flor o un árbol y en una sonrisa inesperada. También en la música. Alguien dijo que la vida sin música sería un error y lo suyo es el rock de los sesenta y setenta, rock clásico. En la jugosa banda sonora del filme de Wenders suena -resuena- el tema de Lou Reed llamado Perfect days, como el filme. Una canción que nos recuerda, como el filme de Wenders, que los días perfectos existen a pesar de los días sublimes.

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