ELOGIO DE LA CATALUNYA ABURRIDA

Si hablamos de política, el verano ha sido corto y tranquilo, casi aburrido. Empezó el 8 de agosto, con la fugaz reaparición de ­Puigdemont y termina hoy, con el discreto regreso de Catalunya a la normalidad institucional gracias a aquel espectáculo y al especial talante de Illa, un hombre que por el simple expediente de no decir tonterías ni pergeñar un discurso de esos que provocan el ­bochorno de quien los escucha empieza a parecer una mezcla de Adenauer y Churchill.

Después de todo lo que se ha dicho sobre el retorno de Puigdemont es difícil añadir nada que tenga originalidad o valor. Aun así, no me resisto a observar que uno de los rasgos que caracterizan a nuestro país es la existencia de una gran cantidad de cerebros incapaces de efectuar un sencillo análisis de costes y beneficios. Se lo digo, claro está, a propósito de las vestiduras rasgadas a cuenta del triste papel de la policía a la hora de detenerlo y de la calificación de su huida como un nuevo insulto al delicado honor de la patria.

Carles Puigdemont reaparece a las nueve en punto de la mañana por la calle Sant Benet hasta la calle de Trafalgar, donde caminó envuelto por multitudes hasta el escenario situado a los pies del Arc de Triomf, el el Passeig Lluís Companys, después de 7 años en el exilio. Tras su intervención de cinco minutos, la organización del acto solicitó a los asistentes, 2.500 personas según los Mossos, la realización de una cadena humana que debía acompañar a Puigdemont y el resto de dirigentes políticos hasta el Parlament. Centenares de cámaras siguieron al político mientras descendía del escenario, donde se había colocado estratégicamente una especie de panel a modo de puerta. Ese panel blanco fue precisamente aprovechado por Puigdemont y los pocos que conocían el plan de fuga para salir por detrás del escenario y subirse inmediatamente en un coche blanco que le esperaba.

El problema no es de ahora, sino de hace mucho tiempo. Más o menos de cuando un filósofo tan poco leído como Kant elevó el cumplimiento de la ley a lo que con la palabrería propia del idealismo alemán calificó de imperativo categórico. Ya saben: ¡Que se haga justicia y que perezca el mundo!

El propio Kant lo explicaba muy bien con un ejemplo escalofriante que dejaba claro adónde pueden llegar las cosas cuando uno se pone radical. En una isla remota en la que todos sus habitantes deciden disgregarse por el mundo, antes de hacerlo deben cumplir con la última sentencia y liquidar al último criminal, pues “aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consentimiento de todos sus miembros, antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, para que cada cual reciba lo que merecen sus actos y el homicidio no recaiga sobre el pueblo que no ha exigido este castigo, porque puede considerársele como cómplice de esta violación pública de la justicia”.

Kantianos aun sin saberlo, los partidarios del arresto de Puigdemont a cualquier precio representan ese pensamiento absoluto para el que poco importa que esa detención pudiera causar problemas de orden público, perpetuar la ingo­bernabilidad procesista, liquidar a ERC o malograr la investidura de Illa. La orden de Llarena se elevaba a la categoría de deber moral que justifica la propia existencia del Estado y todo lo demás es rendición incondicional o desvergüenza into­lerable.

No me cabe duda de que lo mejor que le ha podido pasar a Catalunya es que no se detuviera a Puigdemont

Sin embargo, algunos siguen creyendo que la moderación y la ponderación de males es, también en justicia, una virtud. Me cuento entre ellos y no estoy solo. Ocurre todos los días con la mayor sencillez: un juzgado ordena un desahucio, la policía llega al inmueble y, ante la concentración de vecinos opuestos y para evitar males mayores, se retira sin cumplir la orden judicial y espera a mejor ocasión. Por supuesto que no hay ningún juez que considere que ese incumplimiento atendidas las circunstancias constituya un delito, más bien se estima una correcta praxis policial en la que la moderación es la piedra angular. Moderación que, por cierto, estuvo del todo ausente cuando se condenó a la ciudadanía a un estéril “dispositivo Jaula” al que solo la arbitrariedad pudo dar su conforme.

A estas alturas, no me cabe la menor duda de que lo mejor que le ha podido pasar a Catalunya es que Puigdemont no fuera detenido. Los propósitos de su comparecencia en Barcelona resultaron frustrados sin paliativos. Sus seguidores parecían escasos y carecían de cualquier transversalidad: eran solo los incondicionales de Puigdemont y ni siquiera estaban todos; ERC no movió una ceja y votó lo que tenía que votar, y la insólita gelidez de la sesión parlamentaria de investidura –pese a los meritorios esfuerzos del tribuno Batet por animarla un poco– mostró con despiadada lucidez la inutilidad de la performance.

Con semblantes adustos y retórica ­plagada de tics de calidad muy discutible dio comienzo un cambio que parece aban­donar el alegre desparpajo que ha ca­racterizado a todos los organismos públicos de Catalunya en los últimos años y promete aburrirnos como a los felices suizos. Así sea. - Javier Melero en la vanguardia.

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