Nueve personas aterrizábamos en el amanecer de hace apenas una semana en un campo de cereal pelado –como corresponde a la época–, librando por poco una exuberante plantación de fabes, un kilómetro al norte de Santo Domingo de la Calzada. Habíamos sobrevolado los montes Obarenes, entre la Hoz de Morcuera y las Conchas de Haro, empujados por un viento norte demasiado efusivo para las convenciones aeroestáticas. Álvaro Ron, comandante en jefe de la aeronave, nos depositó sin novedad sobre el campo de cultivo tras sobrevolar vides que esperaban vendimia y pandillas de jóvenes lugareños que regresaban a casa de unas patronales largas hasta la amanecida, caminando aún contentos por la carretera desde un pueblo vecino. En el sembrado de la fría alborada riojana apareció el pickup de Laura, con champán en copa de cristal para celebrar el bautismo aéreo, y en Casalarreina nos esperaba Dimas para servirnos un desayuno pantagruélico de huevos fritos con patatas, callos, ensalada de tomate, ibéricos, morcilla de arroz y unas piparras picantes, como si en vez de cruzar la comarca estuviéramos celebrando la vida tras sobrevivir a un vuelo transoceánico. El silencio de los veleros, del cielo o el mar, contiene la apnea de un mundo bullicioso cuyo fragor aturde a los paisanos con su propuesta de importancia, no siempre sincera.
Este domingo, amanecía, en cambio, en el hotel Asturias, a media docena de metros del festival de la sidra de Gijón, sorprendido porque era tendencia en las redes españolas el “hotel Málaga”. El motivo era que así titulaba Pablo Bujalance su artículo dominical en Málaga Hoy, en el que, como indica el sintagma, resumía el drama del alquiler turístico en la capital andaluza como un proceso de sinécdoque extractiva: el todo por la parte. Llegaba a la conclusión a la que cualquier habitante de la Ciudad Condal o de la Villa y Corte llegó hace un lustro: al ingenioso modelo económico que las administraciones postulan para nuestras ciudades le faltan camareros (semiesclavos, de los otros hay a patadas) y le sobran ciudadanos. De hecho, tal parece que si todos los simpáticos lugareños estuviéramos dispuestos a ser empleados de la hostelería (semiesclavos), los concejales descorcharían botellas como la que Laura abrió para nosotros en el plantío riojano. El inconveniente, como explica Dioni López en El malestar de las ciudades, es que un turista (ruidoso y barato) y un camarero (semiesclavo) son una paradoja del espacio-tiempo: somos cualquiera encontrándonos con nosotros mismos en distinto momento del año. El arriba firmante es pasajero del viento cuando el verano se agosta e inquilino al borde del desahucio a la caída de la hoja. Como la mayoría de ustedes. Después de todo, el turismo no es más que la democratización del viejo y aristocrático veraneo que tantos palacios de escaso uso y mucho señorío ha desperdigado por la costa cantábrica. Así que es deber de la gente decente amar al turista (ruidoso y barato) como al camarero (semiesclavo) y odiar el turismo, un modelo económico basado en la desgracia de ambos que ha logrado el abracadabra de que los dos crean que su adversario es la imagen de sí mismos en otro instante de año. El fragor del mundo es el desdén de un camarero en la décima hora de la séptima jornada al cliente en sandalias, condescendiente y fatuo, la promesa de una rivalidad equivocada, el prólogo, en fin, de la autodestrucción. El silencio del velero aéreo es la negativa a asumir la inercia y el determinismo de autoridades sin imaginación que creen que la única forma de luchar contra el hambre es comernos nuestros pies. “La materia prima de España es España, hasta que se agote”, repite López. nos comemos por los pies. Pero no conviene olvidar que la mudez del velero aéreo la rompe el quemador aerostático con el rugir de su fuego, pues la llama es indispensable para obrar la levitación. Es entonces cuando los paisanos y los alcaldes miran arriba con sorpresa genuina. Y ven el prodigio.
📰Un artículo de Pedro Vallín en la vanguardia.
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