Es un tópico: las dictaduras se llevan mal, muy mal con los libros, igual que los totalitarismos, incluso los llegados al poder de manera democrática. Basta que nos acordemos de la Alemania nazi. El 10 de mayo de 1933 en la berlinesa Opernplatz ardieron en una pira libros considerados impuros, nocivos o perniciosos. Esto solo fue un preludio: donde se queman libros, se termina quemando también personas”. Impuros eran, claro, los de autores judíos, como Franz Werfel, Max Brod o Stefan Zweig. Nocivos, por poco adictos al nuevo régimen, los de Thomas Mann. Perniciosos, los de diversos extranjeros, como Hemingway o la pacifista norteamericana, Helen Keller, que pedía el voto para las mujeres y condiciones dignas para los obreros.
Quemas parecidas se organizaron en muchas otras ciudades alemanas. Goebbels felicitó, por su celo destructor de libros considerados no alemanes, a las juventudes hitlerianas, en este caso, estudiantes universitarios, a los que les habían ido comiendo el coco desde las aulas, llenándolo de ideología nacionalsocialista. Hoy la Opernplatz se llama Bebelplatz y un cristal sobre el suelo, a través del que se ven unos estantes vacíos, trata de recordar el horror de la hoguera que acabó con 20.000 ejemplares. La inscripción de una frase, anticipada en 1817, del gran poeta romántico, Heine advierte: “Das war ein Vorspiel nur, dort wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen” (“Esto solo fue un preludio: ahí donde se queman libros, se termina quemando también personas”). No hace falta más para sobrecogernos.
En España, tras la victoria franquista, a imitación de la Alemania nazi, también se quemaron libros. Los estudiantes de la Complutense para estar a la altura de los de la Humbolt, vecina de Opernplatz, organizaron una quema de libros en abril de 1939. El periódico Ya dio la noticia: “Auto de fe en la Universidad Central. Los enemigos de España fueron condenados al fuego” y recogió la intervención del catedrático de Derecho y delegado provincial de Falange, Antonio Luna, que calificó los libros quemados de “separatistas, liberales, marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos”.
También en Barcelona, tras la entrada de las tropas franquistas, se quemaron libros. El 27 de marzo de 1939 ardieron en la plaza Catalunya 72 toneladas, según documenta la profesora Ana Martínez Rus en La persecución del libro. Hogueras, infiernos y buenas lecturas (1936-1951) . Suponemos que igual que en Madrid cuando “las llamas subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo” –se advierte en la crónica de Ya – se “cantaría brazo en alto, con ardimiento y valentía el himno Cara al sol”.
En otros lugares de España, como en Huelva, la quema de libros se acompañaba con la lectura del pasaje de El Quijote del escrutinio de libros por el cura y el barbero y se concluía con la opinión contundente de la sobrina de Don Quijote: “No hay para qué perdonar a ninguno porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas y prenderlos fuego”.
Cervantes, con su ironía soterrada, parodia un tribunal inquisitorial del que curiosamente salva los libros que para él tienen interés, aunque hayan contribuido, como otros, a la locura de su personaje. El Quijote, considerado todavía por entonces, por los dos bandos, rojos y azules, el gran clásico nacional, precisamente porque lo era, podía ser útil para muchas causas. Incluso la de acabar con los libros “dañadores”, según criterio de los franquistas. Así, tras las hogueras y los saqueos del ejército victorioso –vale la pena leer también El bibliocausto en la España de Franco (1936-1939) de Francesc Tur– llegaron los días de la imposición de la censura. Diversos autores fueron prohibidos tras la Guerra Civil. Lorca y Hernández, por ejemplo, entraban de manera clandestina, gracias a la argentina Editorial Losada, así como otros escritores considerados nocivos por los ideólogos del régimen. Todavía muchos pensamos en Argentina con agradecimiento por los libros que venían de Buenos Aires.
Hoy, en cambio, desde allí, me llega la triste noticia de que el régimen de Milei es también proclive a la censura de libros. Una desventura más entre tantas otras que le toca sufrir al gran país argentino. Carme Riera
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