DIEZ MIL MUERTOS EN ALTA MAR


Más de 10.000 personas murieron este año cuando intentaban llegar a España por mar, según un informe publicado el jueves por un grupo español de defensa de los derechos de los migrantes.

A lo largo del año que ahora termina el fenómeno de la inmigración ha estado muy presente en el debate político español. Principalmente, debido a la progresiva afluencia de inmigrantes irregulares a las costas de Canarias, convertidas en la gran puerta de acceso a España y a la Unión Europea, por las que han arribado más de 40.000 personas. También por el colapso de los servicios de atención a los recién llegados que sufre aquel archipiélago y, asimismo, por la incapacidad de las fuerzas políticas para ponerse de acuerdo y activar como corresponde unos protocolos de actuación que permitan redistribuir sin trabas los inmigrantes en las distintas comunidades autónomas españolas y aliviar así la insostenible sobrecarga canaria.

Este drama cotidiano, que bien poco dice en favor de nuestro concepto de solidaridad, oculta por desgracia una tragedia superior, que es el gran número de muertes que se producen antes de arribar a puerto, debido a una sucesión de naufragios de cayucos y demás embarcaciones precarias, y de la consiguiente tasa de ahogados en alta mar.

Sabíamos que esas cifras eran importantes, pero conocer su detalle nos revela la verdadera dimensión de la tragedia e interpela a todos los ciudadanos de este país. Según los datos aportados por la oenegé Caminando Fronteras, recién divulgados, en este 2024, con cifras cerradas el 15 de diciembre, se han contabilizado 10.457 muertes, lo que supone un 58% más que en el 2023, año en el que se triplicaron los registros del 2022. Eso equivale a decir que hubo unos treinta ahogados cada día. La presencia de niños o adolescentes y de mujeres (1.538 y 421, respectivamente) en las listas de víctimas va al alza. La mayoría son africanas, aunque también las hay asiáticas, y abarcan unas treinta nacionalidades.

Se han contabilizado 293 naufragios durante el 2024. Pero la cifra de muertos probablemente vaya más allá de los 10.457 ya consignados, y en buena medida identificados, porque se calcula que otras 131 embarcaciones jamás tocaron puerto y desaparecieron en el mar sin que hoy podamos saber cuántas personas llevaba a bordo cada una de ellas.

La causa mayor de este notable incremento del número de inmigrantes es la misma que en años anteriores: la precariedad de las condiciones económicas, sociales o políticas en los países de origen, que impulsa a tantos seres humanos a arriesgar la vida sobre las olas en busca de un futuro mejor. Hay otras causas dignas de mención, desde los insuficientes esfuerzos de los países desarrollados para contener in situ a los potenciales inmigrantes, hasta la externalización de fronteras, que delega las funciones de control en policías africanas menos preparadas y dotadas, o la siempre mejorable coordinación internacional, necesaria para organizar un frente común operativo ante este fenómeno.

Por su naturaleza y su dimensión, la cuestión migratoria tiene muy difícil arreglo. Se puede paliar en alguna medida, pero hasta la fecha no se han hallado los medios adecuados para evitar que siga acarreando su tremenda carga de muerte y dolor. En cualquier caso, cuesta entender que dicho fenómeno, al que antes se vieron abocados los ciudadanos de países industrializados como lo es hoy el nuestro, no merezca por parte de los partidos extremistas más que propuestas para cerrar fronteras o la constante criminalización genérica, sin discriminar, de todos los inmigrantes que llegan a España o a otros países europeos.

La oposición frontal a la presencia de inmigrantes en nuestro territorio o las políticas insuficientes para gestionar su llegada deben ser ya motivos de reflexión para todos los habitantes de la Unión Europea que todavía tienen en cierto aprecio conceptos como empatía o humanidad. Pero la denuncia hecha sobre este asunto por Caminando Fronteras, al señalar que las autoridades llegan de hecho a priorizar el control migratorio sobre el derecho a la vida, puesto que los medios que permitirían reducir la mortandad de inmigrantes son a todas luces insuficientes, despierta en nosotros, además de la reflexión, una desazón descorazonadora y nada fácil de sobrellevar. Porque se hace muy cuesta arriba admitir que nuestra actitud frente a la desesperación de otros seres humanos, que asumen peligros enormes para alcanzar países con horizontes más prometedores, pueda ser tan flagrantemente desconsiderada.

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