EL DIABLO Y EL VIEJO


Más sabe el diablo por viejo que por diablo”, solía decirse. Eso era antes, claro. Hoy no sabemos qué suerte ha corrido el diablo, pero los viejos nos vemos confrontados a diario con las pruebas de nuestra ignorancia. La confrontación empieza con el día. El primer trámite, sea cual sea el organismo al que queremos acceder –tienda, banco, Administración–, empieza con la solicitud de que descarguemos la app correspondiente. La experiencia nos enseña que para los viejos descargar una app supone renunciar al contacto con el único interlocutor que nos entiende, otro ser humano, para iniciar un camino lleno de dificultades y malentendidos y de incierto final. ¿Que está mal diseñada la app? Es inevitable pensar que quizá seamos nosotros los mal diseñados. Quedamos frente a la pantalla del móvil con dos fieles acompañantes: la frustración y la soledad. Echamos de menos las colas, ubicuas y pesadas como eran, porque uno podía hablar con los que las compartían y al final de la cola había una persona.

La tecnología no solo nos ha hecho sentir tontos: nos ha ido aislando a unos de otros. Al suprimir los contactos presenciales hasta lo estrictamente indispensable (¡eficiencia!), nuestros intercambios se han reducido al mínimo, porque los viejos no parecemos ser indispensables para nadie. Me contaba una contemporánea que cuando decidió dejar de teñirse el cabello para lucir sus canas le pareció que la gente la miraba de otro modo; sintió cómo estaba pasando de ser un activo a ser un espectro, cuando no un estorbo. Con el contacto humano desaparece un elemento esencial para la vida del hombre sano. El bien de estar juntos, eso que llamábamos el bien común, está ausente del horizonte social y político, porque escapa a cualquier cálculo, y por eso mismo escapará a todos los esfuerzos de la inteligencia artificial por incorporarlo a sus algoritmos.

Los viejos somos unos ignorantes en el mundo tecnológico de hoy, pero no podemos dejar de ver algunos de sus efectos. Algunos son benéficos hasta el punto de resultarnos casi milagrosos, en el campo de la medicina sobre todo; muchos son sencillamente espectaculares, aunque quizá no aporten nada valioso a nuestra sociedad. Otros parecen ser nocivos: gracias a la tecnología, los conflictos bélicos son hoy más cruentos; el análisis de datos está siendo empleado tanto para el control de poblaciones como para difundir información falsa; la inteligencia artificial perfecciona el diseño de publicidad eficaz pero engañosa; las redes sociales pueden tener efectos nocivos sobre la salud mental de niños y adolescentes. 

Todo eso es sabido, pero los impulsos económicos y el deseo de poder han podido hasta hoy más que el sentido común. Nos hemos dotado, a través de la tecnología, de un poder enorme, pero no hemos sido capaces de cultivar, por encima de la inteligencia, la sabiduría que nos permitiría encauzarlo para nuestro bien. Esa sabiduría es la que está vedada al diablo, pero ¿lo estará también para nosotros?

La tecnología no solo nos ha hecho sentir tontos: nos ha ido aislando a unos de otros

Desde la atalaya que nos da la edad podemos ver las muchas cosas buenas que nos han dado los años recientes; recordamos cómo era la España de nuestra infancia y vemos lo mucho que hemos ganado, sobre todo en prosperidad material, desde entonces. Pero a veces nos preocupa nuestra incapacidad para abordar problemas más profundos, uno de cuyos síntomas es la escasa disposición de las jóvenes generaciones a tener hijos. No, no vamos a abrir ahora ese melón, por emplear la fórmula usada por nuestros políticos para conjurar un problema difícil; pero no podemos evitar pensar que con el declive demográfico se acaba un mundo que nació hace algo más de dos siglos. No tiene por qué ser el último, solo es el nuestro. 

Tampoco hay que desesperar: cuando tratamos de ver cómo puede ser el futuro se nos aparecen aquellas interminables columnas de voluntarios que caminaban hacia la zona afectada por la dana cuando todo lo demás estaba fallando. Nadie los había convocado, no pertenecían a un partido, ni a una secta: eran solo jóvenes que acudían a ayudar unos vecinos que los necesitaban, como sabiendo que uno no puede lograr la propia felicidad sin procurar la de los demás. Si esos jóvenes son un símbolo del porvenir, estemos seguros de que el nuevo mundo será mejor que el que dejamos atrás. Alfredo Pastor en la vanguardia.

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