¿POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS?


Tenemos nuevo campeón del mundo. Lesoto. Sí, Lesoto. ¿Saben dónde está? No, yo tampoco lo sabría si no hubiese vivido en Sudáfrica. Es un país pequeño, del tamaño de Catalunya pero con cuatro veces menos población, dentro de las fronteras sudafricanas, a 400 kilómetros de Johannesburgo. John Carlin.

En el ranking de los 185 países o territorios a los que Donald Trump impuso aranceles el jueves, quedó número uno. Se sumará una tasa del 50% al precio de los bienes que Lesoto exporta a Estados Unidos. Si creen que la Unión Europea va a sufrir con un 20%, piensen no solo en este país sino en otros que ocupan el top ten de la lista negra de Trump, como Laos (48%), o Madagascar (47%), o Siria (41%, lo que le faltaba). Ahora, Trump será un vándalo, un payaso, un idiota y un miserable. Es sin duda el personaje que más repulsa genera en más gente en la historia de la humanidad (somos casi cuatro veces más que en tiempos de Hitler). Pero démosle crédito. Creíamos que era un tipo que no le prestaba mucha atención al detalle. Nos equivocamos.

Sacó su lupa, detectó Lesoto en el mapa, analizó las cifras y vio que el 20% de las exportaciones de Lesoto van a Estados Unidos y que las importaciones de Estados Unidos a Lesoto son casi inexistentes (los datos llegan cortesía del World Factbook de la CIA, accesible fácilmente en la web.) Lesoto es uno de los lugares que Trump describió durante su primer mandato presidencial como “the shithole countries”, los países agujero de mierda. Tiene una población de dos millones y la mitad gana menos de dos euros al día. ¿Qué exportan a Estados Unidos? Camisetas, principalmente. Sábanas también. ¿Por qué importan tan poco de Estados Unidos? No les sobra mucho para comprarse Teslas, la verdad. Ni para deleitarse con la gastronomía de McDonald’s, ni con los caffè latte de Starbucks. Las dos grandes multinacionales norteamericanas venden sus delicias en casi todos los rincones de la Tierra, pero no han visto sentido comercial alguno en abrir tiendas en Lesoto.

Hablé por teléfono el viernes con Pascalinah Kabi, una periodista en Maseru, la capital de Lesoto. Me dijo que su país estaba en estado de shock. Y de “pánico”: “Es increíble. Ya no podremos exportar nada a Estados Unidos”, me dijo. “Se cerrarán fábricas, se perderán miles de trabajos. Y no tenemos ningún plan B, como quizá tengan ustedes en Europa. Es un golpe durísimo. En realidad, un golpe doble”.

¿Doble? “Sí. Imponernos estos aranceles significa poner sal en otra llaga que Estados Unidos nos había abierto. Hace un mes, como recordará, Trump congeló toda la ayuda internacional del programa conocido como Usaid. A nosotros nos afectó concretamente en el terreno de la salud. Somos el segundo país del mundo en infecciones per cápita de VIH y sida. Habíamos dependido masivamente del dinero de Estados Unidos para los programas que evitan la transmisión del sida de madre a hijo y para pagar a los trabajadores en los centros de salud de las zonas rurales, gente que ofrece talleres para prevenir el sida y que se asegura de que la gente tome sus medicamentos antirretrovirales”.

“De momento, 804 de estos trabajadores de la salud se han quedado en el paro. Y otra cosa: somos el segundo país del mundo en casos de tuberculosis. La ayuda de Estados Unidos en esa lucha había sido crítica. Hoy ya no existe. Cáncer de cuello uterino: también somos de los primeros del mundo. Había un programa de investigación financiado por Estados Unidos para poder detectar el cáncer con tiempo suficiente para frenarlo. Eso también: fuera. En resumen, estamos al borde del colapso total del sistema sanitario para combatir el sida, la tuberculosis y el cáncer, las tres enfermedades más graves, mortales todas, que padece nuestro país”.

Colgué el teléfono atónito, también en estado de shock. Es a lo que me dedico, pero me cuesta encontrar las palabras para expresar el horror que me despierta el caos, el dolor y el sufrimiento que Trump está causando, especialmente entre los más desafortunados de la Tierra. Antes de hablar con Pascalinah, me había preocupado principalmente por el impacto en Europa del infame “día de liberación” de Trump, por lo que significaría para mi bolsillo y los de mis amigos, vecinos y compatriotas españoles. Ya no. Nuestros problemas pasan, para mí al menos, a un segundo plano. Somos ricos, somos grandecitos. Nos apaña­remos.

Ojalá la Unión Europea tome el relevo y por humanidad llene el hueco que ha dejado el desalmado de la Casa Blanca. Todo Occidente se debe unir a la causa, un Occidente al que ya no pertenece Estados Unidos. Palabra engañosa, Occidente . No se refiere, en realidad, a una zona geográfica, sino a una alianza de valores. Ahí están Japón y Corea del Sur, además por supuesto de Canadá, Australia, Uruguay y otros varios países latinoamericanos, sin olvidar Ucrania. Lo que nos une, y nos diferencia de los bárbaros del mundo como Trump y Putin, es el respeto por la dignidad del individuo, sea quien sea, expresado en la igualdad ante la justicia; la libertad de expresión; el voto libre y justo; la transición pacífica del poder, y la compasión por los desafortunados, conceptos todos que Trump ni entiende, ni comparte.

¿Quieren saber por qué él y su siniestro vicepresidente odian tanto a Europa? Aquí tienen la respuesta. Porque defendemos el humanismo democrático que ellos desprecian. Sí, claro: no siempre estamos a la altura, pero lo intentamos. Lo intentamos. Intentémoslo con Lesoto y con otros tantos países pobres que sufren mucho más que nosotros los metrallazos indiscriminados de Donald Trump. Nos necesitan hoy más que nunca, o más que en muchos años. Y que nos guíen las palabras insuperables que ya he citado aquí alguna vez, pero nunca sobran, del poeta, soldado y sacerdote inglés John Donne cuando dijo: “Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo... La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”.

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