La política española es especialista en destruir carreras. Oltra era una de esas raras figuras que sabían conectar con la calle sin imposturas, hablar claro sin parecer demagoga y defender sus convicciones con inteligencia. Todo eso molestaba. Y todo eso sirvió de combustible para una persecución que ya conocemos: lawfare.
Porque lo que le ha pasado a Oltra no es un caso aislado. Es un síntoma. Es la crónica de una cacería política y mediática con un juez como arma arrojadiza. La acusaron de encubrir los abusos de su entonces marido a una menor tutelada, sin pruebas, sin indicios, con un relato tan endeble que hasta el titular de un juzgado de instrucción de Valencia ha dicho que no hay infracción penal, “absolutamente” ningún indicio y ha rechazado el juicio.
Demasiado tarde. El daño ya está hecho. Ya no hay vicepresidenta, ya no hay referente…Y mientras tanto, quienes deberían sentir vergüenza siguen dando lecciones. Los partidos de ultraderecha, que nunca necesitan pruebas para demandar cabezas, siguen exigiendo regeneración. Algunos medios que titularon con furia ahora apenas mencionan el archivo en un párrafo escondido. Y la sociedad, anestesiada, asume con indiferencia que una inocente ha sido expulsada por la puerta de atrás.
Lo sucedido debería escandalizarnos. Porque si no defendemos a los inocentes cuando son barridos por una marea de odio, mañana nadie estará a salvo. Porque si se puede destruir a alguien sin pruebas, por cálculo político, por miedo, por cobardía... ¿qué nos queda de democracia?
Oltra ya ha pagado algo que era gratis. Ahora toca que paguen quienes la condenaron sin juicio. Aunque sea solo con el peso de la verdad, aunque sea solo con el desprecio de la historia.
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