Hace unos días Javier Lambán contó una historia en El País. Era una leyenda, mil veces repetida, sobre cómo unos hombres nobles trajeron hace 50 años una “edad de oro” a Europa, y sobre cómo la sociedad fue dilapidando esa fortuna que nos habían legado, hasta dar con nuestros huesos en la miseria del tiempo presente.
“La redistribución de la riqueza a través del empleo y de unos servicios públicos de calidad”, decía Lambán, “ha quedado preterida por la llamada ideología woke, que viene a oscurecer la defensa de las clases trabajadoras y de los derechos universales en favor de la lucha de identidades y de defensa de las minorías”. Como consecuencia, todo lo que está pasando en el mundo, desde la victoria de Trump hasta la emergencia de la extrema derecha se explicaría, en su opinión, porque “los sectores sociales que se sienten olvidados han abierto una brecha colosal en el sistema tradicional”.
Lo que no cuentan nunca los abanderados de esta cantinela, porque si lo contasen su argumento se disolvería como un azucarillo en un café hirviendo en un vaso de caña, es que, inmediatamente después de esas décadas de prosperidad en las que se creó la Unión Europea y el estado del bienestar, el mundo dejó de crecer. Y así sigue.
La productividad, que durante los doscientos años anteriores había aumentado a una velocidad de vértigo y había hecho posible ese progreso de “los treinta años gloriosos”, se estancó en la década de los 90 y nunca más volvió a los niveles posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Lejos de detenerse e intentar arreglarlo, los países occidentales emprendieron entonces una huida hacia adelante: se entregaron a la construcción masiva de vivienda para seguir bombeando vida artificial a una economía que estaba en parada cardiorrespiratoria.
Cuando el estallido de la crisis de 2008 mandó a parar, se abrió una grieta entre dos siglos: la sociedad se partió en dos entre quienes se quedaron viviendo en la mentalidad –y las condiciones materiales– del siglo XX y los que no tuvimos más alternativa que incorporarnos a la vida adulta en la precariedad del XXI.
Es por esa parálisis de la productividad –y no porque nadie se haya hecho woke– que el mundo está desnortado. Si la economía hubiera seguido creciendo al 3% anual y el empleo industrial siguiera siendo el motor de la sociedad, no estaríamos teniendo esta conversación. Y al contrario: incluso si ninguna persona en el mundo volviera a hacer esa “defensa de las minorías”, si nadie volviera a hablar nunca más de las personas trans, ni de las mujeres, ¿qué propone el señor Lambán que hagamos con la economía para devolverle a todos esos “los sectores sociales que se sienten olvidados” su lugar en el mundo?
Si tiene una idea, por favor, que haga otra columna y nos la cuente. Le escuchará con atención muchísima gente porque, desde que el mundo tomó conciencia de que la “paradoja de la productividad”–como denominan los economistas a este fenómeno– era la raíz de la crisis civilizatoria en la que estamos instalados, todos los líderes del mundo han intentado revivir –sin éxito– la economía industrial. Joe Biden, por ejemplo, comprometió una cantidad equivalente a la mitad de los fondos Next Generation al estímulo de la industria en EEUU y, aun así, perdió las elecciones. En Europa, después de los fondos post-pandemia, Von der Leyen propuso impulsar un “Clean Industrial Deal” y Donald Trump, con sus aranceles y su promesa de devolver las manufacturas a suelo estadounidense, está intentando hacer exactamente lo mismo.
Aunque a menudo se intenta explicar este fenómeno como un problema geopolítico provocado por la deslocalización de la industria a terceros países, si nos paramos a observar con detenimiento nos daremos cuenta de que tampoco eso es así. En China está ocurriendo, con 20 años de diferencia, lo mismo que ocurrió en Occidente: a una era dorada industrial que duró desde finales de los 90 hasta la pandemia le sucedió una burbuja inmobiliaria monstruosa que, si no se llevó el mundo por delante, fue porque el gobierno chino lo vio venir y todavía se está haciendo cargo. Por eso Xi Jinping, como Joe Biden, como la UE, lleva años inyectando dinero a la industria y al sector inmobiliario, tratando de mantener a flote la esperanza de la reactivación.
Así es como –ironías del destino–podríamos argumentar que lo que está ocurriendo es lo contrario de lo que propone el señor Lambán: lo que está pasando en realidad es que un montón de trabajadores de los servicios –migrantes, mujeres y precarios en general, con malas condiciones y salarios pírricos en comparación–, llevan 25 años sosteniendo con subvenciones millonarias una leyenda carente de sustento; un cuento que promete un imposible retorno a la sociedad del siglo XX sólo para seguir acunando entre algodones la identidad herida de una minoría: la de los hombres blancos cabreados.
He dedicado los últimos cinco años a investigar este fenómeno de la paradoja de la productividad, el tiempo suficiente como para afirmar que ninguno de estos esfuerzos va a dar resultado.
El sistema productivo que creó los puestos de trabajo y los beneficios sobre los que cabalgó el mundo del siglo XX era, en su formulación más elemental, una combinación de conocimiento y energía. El conocimiento se materializaba en la tecnología, las formas de organización industrial y las técnicas de producción; la energía, por su parte, podía proceder del combustible, de la electricidad o de la fuerza de trabajo. El crecimiento desde la Revolución Industrial y, en particular, el crecimiento acelerado de la segunda mitad del siglo XX en Occidente, fueron el resultado de un equilibrio muy particular entre esos dos elementos: unos pocos países y unos pocos fabricantes habían capturado el know-how necesario para producir y así podían, gracias a ese monopolio sobre el conocimiento, atraer inversiones y comerciar en unas condiciones extraordinarias.
Cuando los mismos gobiernos que habían conducido a Occidente a su era dorada de la industrialización decidieron deslocalizar la producción al tercer mundo, al final del siglo XX, asumieron expresamente que una parte de ese conocimiento ya no iba a estar restringido. Por esa razón se hicieron otra promesa; diseñaron un nuevo proyecto civilizatorio más allá del industrialismo. Iba a nacer una “sociedad del conocimiento”, una realidad que no había existido nunca antes en la historia y que transformaría las economías occidentales en una máquina de crear ideas, en lugar de productos.
Así fue como, en las últimas décadas del siglo XX, la cantidad de conocimiento disponible en la sociedad se multiplicó desorbitadamente. Aquel sueño envió a generaciones enteras –miles de millones de personas en todo el mundo– a la universidad, e inyectó al sistema una cantidad de conocimiento sin precedentes. El resultado no fue un nuevo auge del sistema productivo, sino algo muy distinto: ese impulso hizo saltar por los aires el equilibrio que había hecho posible la economía industrial. No solo todos los países tenían acceso al mismo conocimiento para producir, sino que todas las personas podían resolver por sí mismas muchas necesidades que antes se resolvían a través de la economía. La sociedad del conocimiento dinamitó las bases mismas del mundo que conocíamos y acabó, finalmente, con la sociedad industrial del siglo XX.
En esto consiste ese esquivo “cambio de época” que todavía no somos capaces de delimitar. El impulso por construir una sociedad del conocimiento insufló a la humanidad una cantidad de inteligencia millones de veces superior a la que hizo posible en su día la Revolución Industrial. Desde entonces, vivimos en un mundo inédito, insólito, inesperado; de una naturaleza que todavía no alcanzamos a comprender, pero que no se puede comportar, ni aunque quisiera, como el viejo paradigma del siglo XX.
La macroeconomía es perfectamente capaz de identificar los síntomas de este fenómeno. La desintermediación (la desaparición de los intermediarios entre quienes producen y quienes consumen, como las agencias de viajes, las librerías o las distribuidoras), la comoditización (lo que ocurre cuando el conocimiento para producir se extiende, la competencia aumenta y el producto baja de precio), o la desglobalización (que es el retroceso que observamos en el comercio internacional) son las consecuencias de un mundo donde el conocimiento para satisfacer muchas necesidades ya no está restringido a unos pocos: es abundante.
Si todavía nos negamos a unir los puntos, es por la hegemonía que conserva, a base de tribunas, la leyenda que cuentan todos los días el señor Lambán y muchos otros; es porque no queremos admitir que aquel mundo viejo ha muerto y no va a volver.
Es esa hegemonía la que nos incapacita para analizar la realidad por lo que es y, peor aun, para encontrar soluciones a los problemas que tenemos. Y es que el problema del siglo XXI no es uno de escasez, al contrario: cada vez somos capaces de hacer mucho más con mucho menos, la energía se está volviendo un bien abundante gracias a las renovables, la medicina avanza imparable y hay muchas razones para argumentar que vivimos en un tiempo de abundancia. Si no se siente así, es porque esta leyenda tan aparentemente inofensiva se ha convertido en el andamiaje moral que sostiene la gran injusticia del siglo XXI.
Verán: Resulta que, entre esos años dorados y la burbuja inmobiliaria, se construyó algo así como el 70% del parque de viviendas de los países desarrollados en la práctica totalidad del suelo disponible, a menudo en suelo público y con ayudas de los estados. Además, se crearon de la nada unos sistemas de pensiones que daban por hecho que el mundo iba a seguir creciendo siempre a la misma velocidad. Esos “30 años gloriosos” se pueden y se deben entender como una inmensa herencia universal que una generación se dio a sí misma. Hoy, esas viviendas representan el 50% de toda la riqueza que hay en el mundo, mientras que los fondos de pensiones –sin incluir los sistemas como el español, que no cotizan– representan otro 10%.
La leyenda del señor Lambán es la piedra angular sobre la que reposa la noción de que esa inmensa herencia universal merece seguir percibiendo hoy una rentabilidad desorbitada, acorde a las condiciones del siglo XX, aunque el mundo no crezca, aunque los salarios estén estancados y los trabajadores cada vez más asfixiados. Una rentabilidad que se materializa en forma de revalorización de las viviendas, o de alquileres desorbitados, o de incentivos fiscales a los planes de pensiones o a las rentas del capital. Si asumimos que los trabajadores del siglo XXI deben seguir sosteniendo esa rentabilidad es porque damos por hecho que es culpa suya que el mundo no siga creciendo; son ellos los que, con su ideología “woke”, o porque se lo gastan en iphones y en cañas, o porque les falta “cultura del esfuerzo”, como dice Ayuso, están haciendo que el mundo vaya mal. Si no se alejaran del recto camino que siguieron sus padres, volvería la opulencia. Es por esta cantinela que damos carta de naturaleza a que quien compra una vivienda hoy tenga que pagar hasta 10 veces lo que les costó a sus padres.
Y la solución a muchos de los problemas estructurales de nuestro tiempo pasa, fíjense, por el extremo opuesto de donde la estamos buscando: si la vivienda dejara de absorber buena parte de los ingresos de los trabajadores –no para cubrir una necesidad básica, sino para retribuir la riqueza acumulada en forma de propiedad–, liberaríamos una presión inmensa sobre la economía de las personas y sobre el tejido productivo en su conjunto. Hoy trabajamos cada vez más solo para pagar por el derecho a existir en una ciudad: para poder dormir cerca del trabajo, para sostener el precio inflado del suelo. Si reconociéramos que habitamos un mundo nuevo, podríamos empezar a plantearnos algo que no solo es el sueño de muchísima gente, sino también el corazón de la policrisis que atravesamos: una drástica reducción del tiempo de trabajo.
Acabar con el expolio de la vivienda para imaginar el fin del trabajo, esas son las claves para salir de este atolladero. Esos son los temas que tenemos que poner sobre la mesa en el siglo XXI si queremos una sociedad próspera, cohesionada, donde haya un lugar y un futuro para cada persona. El primer paso para comenzar a hacerlo es dejar de sostener leyendas y reconocer que ya no vivimos en el siglo XX. - María Álvarez en el diario.es
María Álvarez es Empresaria, cofundadora de Ephimera y de los restaurantes La Francachela y fundadora de Festín donde, entre otras medidas, son pioneras en la implantación de la semana de 4 días. Trabaja en torno al valor de las ciudades y al papel de la hospitalidad como catalizador de la inteligencia colectiva. Es patrona del Círculo de Bellas Artes de Madrid y fundadora de la asociación Sannas de empresas por el triple balance.
2 Comentarios
Cuando no se está en el burro después de haber estado se dicen cosas poco ajustadas a la realidad.
ResponderEliminarLambán tiene de socialista lo que yo de bombero torero, es un pobre hombre resentido contra todos. De hecho, no és nada.
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