El término “woke” (literalmente “despierto”) nació en la comunidad afroamericana de Estados Unidos como llamado a estar alerta ante el racismo institucional. Su origen se remonta a la frase stay woke, popularizada en 1938 por el músico Lead Belly para advertir a la población negra de las injusticias y falsas acusaciones que sufrían, y retomada en 2014 por activistas de Black Lives Matter tras el asesinato de Michael Brown en Ferguson.
Con el paso de la década, “woke” dejó de aludir solo al racismo y se extendió a la conciencia frente a otras desigualdades: la de género, la orientación sexual, la discriminación social e, incluso, la urgencia climática. Acabó asociándose a un conjunto de políticas y discursos progresistas que buscan visibilizar y corregir estas injusticias.
A partir de finales de los 2010 —y con especial fuerza entre 2020 y 2021— el término fue reclamado por sectores conservadores y de ultraderecha como etiqueta despectiva para criticar lo que consideran “excesos” culturales del progresismo: desde la inclusión de identidades o narrativas “poco tradicionales” en la cultura popular hasta prácticas de “cultura de la cancelación” que, según ellos, coartan la libertad de expresión.
En español no hay una traducción asentada. Muchas veces se usa el anglicismo “woke” en cursiva o comillas; en círculos más críticos se habla de “despiertismo”; y la RAE sugiere “concienciado” como equivalente aproximado. Lejos de ser un movimiento organizado, “lo woke” funciona hoy como caja de resonancia para debates en torno a igualdad, identidad y poder.
El movimiento woke ha sido objeto de varios reproches, sobre todo desde sectores más conservadores, que suelen señalar puntos como estos:
Cultura de la “cancelación”: se acusa al woke de promover la anulación pública de personas que expresan opiniones heterodoxas, generando linchamientos online o boicots sin espacio para el debate.
Politización excesiva de todo: cualquier aspecto de la vida cotidiana (cine, deporte, educación…) se interpreta a través del prisma de la identidad y la justicia social, lo que para muchos se vuelve agotador y alienante.
Dogmatismo identitario y corrección política rígida: el enfoque woke es visto por críticos como moralmente absolutista, donde el menor desliz lingüístico o conceptual puede tacharse de “ofensivo” y desembocar en ostracismo.
Woke-washing o activismo de escaparate: las marcas y empresas incorporan discursos de diversidad e inclusión de forma superficial, sin transformar realmente sus estructuras, lo que alimenta la desconfianza sobre la autenticidad del movimiento.
Como contrapartida, hete aquí las respuestas más habituales que el movimiento woke ofrece ante sus críticas:
Rendición de cuentas vs. “cancel culture”. Defensores del woke insisten en que lo que llaman “cancelación” no es un linchamiento arbitral, sino un ejercicio de rendición de cuentas: amplía las voces históricamente silenciadas y obliga a figuras públicas a asumir las consecuencias de discursos o acciones opresivas.
Activismo inevitable vs. politización excesiva. Lejos de sobreactuar, sostienen que la neutralidad es en sí misma una postura política: lo personal es político y no actuar frente a la injusticia equivale a perpetuarla. Desde este ángulo, visibilizar un problema en cine, deporte o empresa no “politiza” todo, sino que reconoce que nada existe fuera de relaciones de poder.
Rigor lingüístico vs. corrección política rígida. El uso de lenguaje inclusivo y sensible no nace de un dogma inflexible, sino de la interseccionalidad y el deseo de empatizar con experiencias diversas. Para el woke, matizar nuestro habla es un proceso dinámico de aprendizaje, no una mera coacción moral.
Autenticidad vs. woke-washing. El propio movimiento critica el activismo de escaparate: denuncia que muchas marcas se quedan en el lema sin transformar estructuras internas. Por eso impulsan auditorías de diversidad y herramientas de seguimiento que obliguen a pasar de la publicidad al cambio real.
Liberalismo de base vs. radicalismo marxista. Contrario al mito de un marxismo radical, estudiosos como Erik Kaufmann o John Gray recuerdan que el wokismo hunde sus raíces en la tradición liberal de los derechos civiles: reivindica igualdad de oportunidades, reconocimiento de identidades y libertad de autodefinición, sin supeditarlo todo a un dogma económico extremo.
En resumen, el movimiento woke, en su inicio, es una postura sociocultural e ideológica que parte de la convicción de que las injusticias (raciales, de género, de orientación sexual, de clase, medioambientales…) están tejidas en las estructuras de la sociedad. Lejos de ser un movimiento monolítico, lo woke funciona como lente para reexaminar relatos y estructuras de poder, y a la vez como campo de batalla cultural donde se debaten los límites de la corrección política y la libertad de expresión.
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