Ayer hizo una semana. La comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso a propósito de la corrupción (en este caso, la de los suyos) sirvió para constatar algo más profundo que el encono parlamentario o el ruido de la batalla política: la bancarrota moral del discurso público en España. No solo por lo que se dijo –previsible, estridente, maniqueo–, sino por lo que se omite desde hace tiempo: las lecciones de quienes, desde el exilio republicano, intentaron construir una pedagogía de la reconciliación, una ética del arrepentimiento y una advertencia clara contra los demonios familiares de la política española. Javier Melero.

Sería demasiado fácil echar –también en esta ocasión– la culpa a Trump, a AfD, a los inmigrantes o a los vaivenes del orden global. La lacra es básicamente nuestra. Durante un tiempo pareció olvidada, pero solo estaba hibernando, alimentándose en silencio, esperando su momento. Resulta por eso paradójico que, en una época en la que se parlotea tanto sobre la memoria histórica y se reivindica –con razón– la legitimidad democrática de la Segunda República, se haya olvidado –o mejor, silenciado– la voz de aquellos españoles que, tras la debacle, asumieron la carga de su responsabilidad. Derrotados que no convirtieron su derrota en una tribuna para fomentar la división. Muy al contrario, reflexionaron con amargura sobre los errores que condujeron a la guerra, los excesos cometidos en nombre de sus ideales y la necesidad de que, alguna vez, España aprendiera a escucharse sin destruirse.

Azaña escribió páginas definitivas sobre el “morbo histórico que corroe los huesos de España”. En su famoso discurso de Barcelona de 1938 invocó, con una lucidez profética, la necesidad de “paz, perdón y piedad”. Llamó a la cordura en medio del delirio, y a la fraternidad entre los contendientes de la guerra fratricida. No fue escuchado entonces. Ahora está completamente olvidado.

Azaña no fue el único. Largo Caballero, el en mala hora llamado “el Lenin español”, se lamentó antes de morir en el exilio de la ceguera que impidió el diálogo. Luis Araquistáin, que en 1936 llegó a considerar “previsible, incluso deseable, la guerra civil”, pasó en sus años de exilio a lo que Indalecio Prieto llamó un “arrepentimiento extremoso”. Las memorias de Prieto, de Fernando Valera, de Fernando de los Ríos, abundan en la conciencia de los errores cometidos y el “patriotismo del dolor”. No fueron reflexiones oportunistas, pues nada querían ni pedían para ellos. Eran heridas abiertas y melancolía sin consuelo.

Debido en buena parte a ese examen de conciencia colectivo del éxodo republicano, nació el espíritu de la hoy denostada transición. El diputado comunista Marcelino Camacho, que también vivió el exilio y la prisión, lo dijo con claridad en las primeras Cortes de la democracia: “Esto es un milagro”. Un milagro construido sobre la renuncia, el pacto y la memoria amarga de lo que ocurre cuando nadie cede y todos se consideran con derecho a imponer su verdad. Duró poco.

Algo esencial se ha perdido por el camino. Y tampoco vale echar toda la culpa a los catalanes o a los vascos, tan útiles siempre a estos efectos. Lo visto el otro día en el Congreso no fue solo un episodio más de crispación: fue la constatación de que la política ha renunciado a pensar históricamente. Se ha vaciado de reflexión y se ha atiborrado de revancha. Se exige memoria, pero nadie practica la autocrítica. Se invoca la República, pero se omite el amargo testamento de sus líderes: el “todos fuimos culpables” del socialista Juan Simeón Vidarte.

Gobierno y oposición hermanados en el disparate, olvidando que, como decía Camus, quien quiere cambiar un régimen debe ofrecer uno moralmente superior. O será tan indigno como aquel contra el que combate.

Se dirá que el clima es irrespirable porque los enemigos del Gobierno son brutales. Y no les falta razón. Pero tampoco eso excusa la degradación. Como advirtió también Prieto, no se puede idealizar a los nuestros por el mero hecho de que los otros sean peores. Es una trampa endemoniada. La verdad moral no es propiedad exclusiva de nadie, e ignorarlo es siempre el primer paso hacia otra catástrofe.

España ha olvidado el ejemplo de quienes lo perdieron todo y su invocación azañiana a la “musa del escarmiento”. Hoy esas palabras se pierden en medio de una trifulca tabernaria. Nos avisaron. Pero estábamos demasiado ocupados gritando.