Somos unas pobres viejas que han vivido más de la cuenta, dijo con una sonrisa que no tocaba los ojos, como quienes ofrece una flor pansida esperando que todavía huela. No era una queja, ni una lamentación. Era una verdad dicha con la serenidad de quien ya no espera nada.
Al Claremont, un hotel discreto de Londres con cortinas pesadas y moquetas gastadas, la vida no corría: se arrastraba. Los días se deshacían como azucarillos en una tasa de té demasiado caliente. Allá, los jubilados no vivían, sino que persistían. No eran viejos del todo, pero tampoco jóvenes en ningún sentido. Eran almas en suspenso, en una etapa sin nombre, sin oficio, sin casi compañía.
La señora Palfrey, acabada de llegar, llevaba la viudedad como una bufanda demasiado larga: le envolvía el cuerpo y el espíritu, le hacía estorbo, pero no se la podía sacar. Las otras mujeres, como ella, andaban con paso lento, pero seguro, leían el diario, se peinaban con cuidado. Tenían autonomía, sí, pero no tenían lugar. El mundo las había dejado atrás, como quienes olvida una fotografía en un cajón.
Esperaban. Esperaban llamadas que no llegaban, cartas que no se escribían, visitas promesas con voz queda y olvidadas con voz alta. Esperaban que alguien las denominara por su nombre. Pero al Claremont, los nombres propios se desvanecían como el perfume antiguo de un pañuelo. “Señor”, “Señor/a”, “Estimada”, “Usted”. Títulos educados, neutros, que borraban la historia de cada rostro. Nadie decía “Laura”, ni “Dorothy”, ni “Evelyn”. Cómo si el nombre fuera un privilegio reservado a los que todavía tienen futuro.
Y sin nombre, que queda? Queda la memoria, sí, pero la memoria es caprichosa: viene cuando quiere, se esconde cuando más la necesitas. Queda el cuerpo, pero el cuerpo ya no baila, ya no corre, ya no seduce. Queda la dignidad, aquella última pieza que se ajusta como un abrigo viejo, aunque nadie la vea.
Pobres viejas que han vivido más de la cuenta, repitió, como si fuera una oración. Pero en el fondo, era una manera de decir: todavía somos aquí. No nos han borrado. No somos fantasmas, a pesar de que a veces lo parezca. Somos las que recuerdan, las que han estimado, las que han perdido. Las que, desde el rincón más olvidado, sostienen el mundo con silencio.
Este texto se inspira en la obra de la escritora británica Elizabeth Taylor, especialmente en su novela Mrs. Palfrey at the Claremont, y en la película del mismo título, que hace una adaptación delicada y conmovedora. Un retrato de la vejez sin dramatismos, pero con una verdad que penetra hasta el fondo del alma.

con información de: eldiario.es