A veces a uno le entran ganas de morirse. No por nada. No por inclinación depresiva al suicidio, ni por desenganche de un mundo en harapos, ni por disgusto de la luz del sol o de las aceitunas verdes. Ni siquiera por impotencia para cambiar las cosas. A veces a uno le entran ganas de morirse por pura rebeldía frente a los multimillonarios y ultrapoderosos que, mientras desgastan el suelo que pisamos, sueñan con su propia inmortalidad. Pienso en los libertarianos y transhumanistas de Silicon Valley, esos que conforman una parte de la corte de Donald Trump. Elon Musk es uno de ellos. Otro es Peter Thiel, plutócrata filósofo, fundador de Palantir, que declara “erigirse contra la ideología de la inevitabilidad de la muerte individual” y que ha dejado instrucciones para ser criogenizado, que se trata con hormonas del crecimiento y recurre a la parabiosis, una técnica regenerativa basada en la transfusión de sangre joven. O está el multimillonario Bryan Johnson, que gasta dos millones de euros al año en mágicos tratamientos palingenésicos, entre los cuales se incluye el intercambio de plasma sanguíneo con su hijo. O está la empresaria Elizabeth Parrish, que se inyecta sustancias para los telómeros solo probadas en ratones; o Kenneth Scott, potentado de avanzada edad, que recurre desesperadamente a toda clase de sustancias alquímicas, según narra en el documental Longevity Hackers. No es una cosa solo de yanquis. 
Hace unos días sorprendíamos una conversación en la que el chino Xi Jinping y el ruso Vladímir Putin, ensoberbecidos ante el despliegue del nuevo poder de Pekín, jugueteaban con la idea de “vivir 150 años” e incluso de alcanzar la “inmortalidad” gracias a trasplantes sucesivos y biotécnicas avanzadas. La tecnología ha sustituido a la alquimia y la magia medievales como fuentes taumatúrgicas de las utopías destructivas de los ricos y los poderosos. Gilles de Rais y Elizabeth Bathory, famosos asesinos en serie de los siglos XV y XVI, confiaban en la sangre de niño para saciar su hambre de oro y de eterna juventud; los dueños del mundo confían hoy en transfusiones y trasplantes para sus fantasías de poder sin límites.

Creo que hay una evidente relación entre los deseos de inmortalidad y el descrédito de la democracia, cuyo fundamento es justamente la asunción de los límites: poderes limitados, conflictos reglados, reconocimiento de la libertad del otro como matriz de la propia libertad. Esta idea de la inmortalidad, antes volcada en la Historia y la posteridad, hoy se deposita en la tecnología, verdadera ideología dominante de la época (que es siempre la de las clases dominantes, como bien sabía Marx). 

Los pobres quieren llegar a vivir algún día, los ricos quieren vivir para siempre. ¿Y las clases medias? El capitalismo nos prometió la inmortalidad y nos ha dado vejeces muy largas, a menudo trabajosas, minadas por el alzhéimer y la demencia y confinadas en cuartos oscuros, al margen de la sociedad. La inteligencia artificial nos ofrece ya, es verdad, la posibilidad de seguir hablando con nuestros muertos a través de aplicaciones que recogen la huella digital de los seres humanos y la vivifican, interactiva y coherente, tras el fallecimiento: podemos preguntarle a nuestra madre, por ejemplo, qué le ha parecido su propio funeral. Ahora bien, si es posible digitalizar a los muertos, no se puede, en cambio, digitalizar la vejez, que es el último refugio del cuerpo, residual ya como resistencia y como molestia. Es contra eso contra lo que se sublevan los ricos y poderosos que luchan de manera simultánea contra el tiempo y contra la democracia. No quieren una vejez eterna, como el pobre Titono, amante mortal de la diosa Eos, engañado por Zeus. Quieren comer, saltar, follar, gastar, mandar eternamente.

El último libro que ha escrito la gran Maruja Torres tiene un título hilarante y provocativo: Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo. A mí me pasa lo contrario: cuanta más gente quiere ser inmortal, más ganas tengo de morirme. Me acuerdo mucho últimamente de ese cuento tradicional chino en el que el viejo de la montaña salva tres veces de la ruina a Du a cambio de que se preste a servir a un plan secreto. No importa lo que vea, lo que oiga, lo que sienta, Du es conminado a guardar silencio y así lo hace hasta que, tras soportar mil torturas y suplicios, los demonios le infligen el peor castigo imaginable (dice el relato): lo matan y lo resucitan de nuevo, ahora en el cuerpo de una mujer. Es esta mujer la que finalmente hace fracasar la ambición del todopoderoso anciano, pues ocurre que Du, silenciosa, sí, durante años y años, acaba por sucumbir. Un día, en efecto, su marido le arranca el hijo que acuna entre los brazos y, para obligarla a hablar, lo arroja contra el suelo. El lastimero, horrorizado “ay” de la mujer rompe el hechizo, de manera que Du se encuentra de nuevo en la torre de la montaña, frente al viejo furibundo, quien le reprocha haber malogrado, en el último momento, la fórmula de la inmortalidad en la que llevaba trabajando tanto tiempo: “la alegría y el enfado, la tristeza, el miedo, el dolor, el odio, la concupiscencia, todo lo has superado; pero no has podido escapar a la fuerza del amor”.

Imagino que todas las generaciones, al menos desde la Revolución Francesa, han creído que en el curso de su vida se decidía el destino de la humanidad. Ahora bien, me parece que hoy tenemos razones fundadas para concebir nuestra época como una encrucijada civilizacional. No se trata de elegir qué modelo político queremos, como fue el caso, en el siglo XX, de la batalla ideológica entre socialismo y capitalismo. Hoy se trata de decidir qué humanidad queremos. Es la elección, digamos, entre la tierra y el aire, entre la política y la IA, entre el humanismo y el transhumanismo, entre el amor y la inmortalidad. La tierra, la política, el humanismo y el amor no han sido nunca soluciones: son sencillamente la condición chapucera, disputada también por los conservadores trumpistas, de una batalla por la perfectibilidad milimétrica de la vida humana. Los ricos y poderosos no se conforman ya con ostentar el poder en la sombra, limitando desde despachos opacos la soberanía popular cristalizada en las instituciones. Ahora tienen un proyecto de transformación radical del mundo (son oligarcas, legisladores e intelectuales) y poseen además los medios para llevarlo a cabo. La paradoja —o no— es que ese proyecto de inmortalidad individual fragiliza las condiciones de supervivencia colectivas, cuya existencia no puede darse ya por sentada. O no. 

La apuesta de los ricos por el aire es sin duda una fantasía, pero no una utopía. En la letra pequeña de los contratos de Starlink, empresa propiedad de Elon Musk, se especifica que los eventuales litigios legales se dirimirán, si se producen en la Tierra, con arreglo a las correspondientes legislaciones nacionales; si se producen en Marte o camino de Marte, “las partes reconocen a Marte como un planeta libre y acuerdan que ningún gobierno terrestre tiene autoridad o soberanía sobre las actividades marcianas”. De algún modo vivimos ya en Marte, o camino de Marte, donde ningún “gobierno terrestre” es capaz de poner límites a la libertad de los ricos y poderosos, cuyas acucias de inmortalidad se revelan inseparables de genocidios, invasiones imperiales y bombardeos aéreos; se revelan, es decir, como la muerte del derecho y la ética terrestres. Reivindicamos una vida digna y razonablemente larga. Y reivindicamos una muerte antigua, pacífica y negociada, en la que quepan un poco de dolor y un poco de amor. Y una aceituna verde. Santiago Alba Rico en el País.

"El peor castigo sería vivir eternamente" reflexionaba Saramago que valoraba mucho el humor y así contaba, por ejemplo, cómo quiebran las compañías de pompas fúnebres y las aseguradoras o los malos momentos por los que atraviesa la Iglesia católica, que basa su doctrina en garantizar la vida eterna tras la muerte.  

"No entiendo cómo se puede creer en Dios si estamos en una galaxia en la que el sol es una de las 200.000 millones de estrellas que existen", explicó con un atroz sentido de la realidad. También hay espacio para reflexionar sobre la vejez en una sociedad en la que "se considera un estorbo a los ancianos",. "Hay mucho indignidad en todo esto", comentaba el autor portugués.