Creo que hay una evidente relación entre los deseos de inmortalidad y el descrédito de la democracia, cuyo fundamento es justamente la asunción de los límites: poderes limitados, conflictos reglados, reconocimiento de la libertad del otro como matriz de la propia libertad. Esta idea de la inmortalidad, antes volcada en la Historia y la posteridad, hoy se deposita en la tecnología, verdadera ideología dominante de la época (que es siempre la de las clases dominantes, como bien sabía Marx).
Los pobres quieren llegar a vivir algún día, los ricos quieren vivir para siempre. ¿Y las clases medias? El capitalismo nos prometió la inmortalidad y nos ha dado vejeces muy largas, a menudo trabajosas, minadas por el alzhéimer y la demencia y confinadas en cuartos oscuros, al margen de la sociedad. La inteligencia artificial nos ofrece ya, es verdad, la posibilidad de seguir hablando con nuestros muertos a través de aplicaciones que recogen la huella digital de los seres humanos y la vivifican, interactiva y coherente, tras el fallecimiento: podemos preguntarle a nuestra madre, por ejemplo, qué le ha parecido su propio funeral. Ahora bien, si es posible digitalizar a los muertos, no se puede, en cambio, digitalizar la vejez, que es el último refugio del cuerpo, residual ya como resistencia y como molestia. Es contra eso contra lo que se sublevan los ricos y poderosos que luchan de manera simultánea contra el tiempo y contra la democracia. No quieren una vejez eterna, como el pobre Titono, amante mortal de la diosa Eos, engañado por Zeus. Quieren comer, saltar, follar, gastar, mandar eternamente.
El último libro que ha escrito la gran Maruja Torres tiene un título hilarante y provocativo: Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo. A mí me pasa lo contrario: cuanta más gente quiere ser inmortal, más ganas tengo de morirme. Me acuerdo mucho últimamente de ese cuento tradicional chino en el que el viejo de la montaña salva tres veces de la ruina a Du a cambio de que se preste a servir a un plan secreto. No importa lo que vea, lo que oiga, lo que sienta, Du es conminado a guardar silencio y así lo hace hasta que, tras soportar mil torturas y suplicios, los demonios le infligen el peor castigo imaginable (dice el relato): lo matan y lo resucitan de nuevo, ahora en el cuerpo de una mujer. Es esta mujer la que finalmente hace fracasar la ambición del todopoderoso anciano, pues ocurre que Du, silenciosa, sí, durante años y años, acaba por sucumbir. Un día, en efecto, su marido le arranca el hijo que acuna entre los brazos y, para obligarla a hablar, lo arroja contra el suelo. El lastimero, horrorizado “ay” de la mujer rompe el hechizo, de manera que Du se encuentra de nuevo en la torre de la montaña, frente al viejo furibundo, quien le reprocha haber malogrado, en el último momento, la fórmula de la inmortalidad en la que llevaba trabajando tanto tiempo: “la alegría y el enfado, la tristeza, el miedo, el dolor, el odio, la concupiscencia, todo lo has superado; pero no has podido escapar a la fuerza del amor”.
Imagino que todas las generaciones, al menos desde la Revolución Francesa, han creído que en el curso de su vida se decidía el destino de la humanidad. Ahora bien, me parece que hoy tenemos razones fundadas para concebir nuestra época como una encrucijada civilizacional. No se trata de elegir qué modelo político queremos, como fue el caso, en el siglo XX, de la batalla ideológica entre socialismo y capitalismo. Hoy se trata de decidir qué humanidad queremos. Es la elección, digamos, entre la tierra y el aire, entre la política y la IA, entre el humanismo y el transhumanismo, entre el amor y la inmortalidad. La tierra, la política, el humanismo y el amor no han sido nunca soluciones: son sencillamente la condición chapucera, disputada también por los conservadores trumpistas, de una batalla por la perfectibilidad milimétrica de la vida humana. Los ricos y poderosos no se conforman ya con ostentar el poder en la sombra, limitando desde despachos opacos la soberanía popular cristalizada en las instituciones. Ahora tienen un proyecto de transformación radical del mundo (son oligarcas, legisladores e intelectuales) y poseen además los medios para llevarlo a cabo. La paradoja —o no— es que ese proyecto de inmortalidad individual fragiliza las condiciones de supervivencia colectivas, cuya existencia no puede darse ya por sentada. O no.
La apuesta de los ricos por el aire es sin duda una fantasía, pero no una utopía. En la letra pequeña de los contratos de Starlink, empresa propiedad de Elon Musk, se especifica que los eventuales litigios legales se dirimirán, si se producen en la Tierra, con arreglo a las correspondientes legislaciones nacionales; si se producen en Marte o camino de Marte, “las partes reconocen a Marte como un planeta libre y acuerdan que ningún gobierno terrestre tiene autoridad o soberanía sobre las actividades marcianas”. De algún modo vivimos ya en Marte, o camino de Marte, donde ningún “gobierno terrestre” es capaz de poner límites a la libertad de los ricos y poderosos, cuyas acucias de inmortalidad se revelan inseparables de genocidios, invasiones imperiales y bombardeos aéreos; se revelan, es decir, como la muerte del derecho y la ética terrestres. Reivindicamos una vida digna y razonablemente larga. Y reivindicamos una muerte antigua, pacífica y negociada, en la que quepan un poco de dolor y un poco de amor. Y una aceituna verde. Santiago Alba Rico en el País.
"El peor castigo sería vivir eternamente" reflexionaba Saramago que valoraba mucho el humor y así contaba, por ejemplo, cómo quiebran las compañías de pompas fúnebres y las aseguradoras o los malos momentos por los que atraviesa la Iglesia católica, que basa su doctrina en garantizar la vida eterna tras la muerte.
"No entiendo cómo se puede creer en Dios si estamos en una galaxia en la que el sol es una de las 200.000 millones de estrellas que existen", explicó con un atroz sentido de la realidad. También hay espacio para reflexionar sobre la vejez en una sociedad en la que "se considera un estorbo a los ancianos",. "Hay mucho indignidad en todo esto", comentaba el autor portugués.
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